Fotos: Maximiliano Huyema

A juzgar por su vertiginosa carrera, podría decirse que Cecilia Falivene en pocos años llegó a la meca de la moda. Pasó por grandes marcas nacionales de ropa, accesorios, marroquinería. Llegó a ocupar puestos interesantes, no sólo por la responsabilidad que implicaban, sino por el rédito económico que le generaban y fundamentalmente por las inimaginables posibilidades de crear. Esos fueron sus primeros pasos. Sin embargo, mientras cualquier mortal podría pensar que estando en su mejor momento, siguió trabajando, se sentó en los laureles y que, casi, por inercia siguió avanzando en la industria; ella, con convicción, prefirió volver a las raíces y dejar de lado esta vorágine. No sólo abandonó la gran ciudad de los potenciales -Buenos Aires para ella era promesa en el ámbito laboral e inclusive amoroso porque quedó allí por un tiempo su gran amor, hoy papá de su hijito- sino que volvió a San Juan, a dedicarse de lleno a la moda, pero con otros ojos. El de un consumismo menos invasivo, más responsable.

Actualmente encara con compromiso la bandera de vestirse bien pero a conciencia del uso de los recursos, de los daños que la industria textil le provoca al medio ambiente, entre otros. Tiene su taller de reciclaje y transformación creativa de prendas, donde recibe tanto a clientas particulares como también a negocios de ropa que la buscan para modernizar aquella ropa -de temporadas anteriores- que quedó fuera de moda. Paralelamente sostiene con mucho esfuerzo su propia marca, Aborigen. Y enseña, tratando de que se multipliquen sus intenciones. Además está incursionando en la siembra de sus propios algodones y en aprender tintes naturales.

Cecilia es una emprendedora de la moda que tiene otra cabeza y que ha iniciado un camino, sin retorno.

 

Salirse del molde

Todomoda -la original empresa familiar que nació en 1995 como una especie de Todo por 2 pesos que supo posicionarse en el mercado de los accesorios para adolescentes y mujeres jóvenes y que a esta altura de las circunstancias tiene 600 tiendas a lo largo y ancho de Latinoamérica y hasta una fábrica en China- y María Cher -la marca que viste a muchas de las celebridades, modelos y famosas desde el 2001 a la fecha y que lleva como insignia los diseños innovadores y los géneros de primera calidad, a punto tal que expandió sus negocios en Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile- fueron su cuna. 

En estos espacios pudo aplicar lo que había aprendido en las clases de Diseño de Indumentaria en la Universidad de Buenos Aires (donde abandonó la carrera) y en el Instituto ABM (donde finalmente se recibió). También en cada uno de sus trabajos, pudo poner en práctica, la experiencia ganada en un taller donde previamente se capacitó, aprendió y llevó a la práctica todo sobre en merchandising, packaging (tipo portacosméticos o necesaires) y de marroquinería en cuero, haciendo productos para terceros, de la talla de Loreal, La Roche Posay y Natura, sólo por citar algunos ejemplos.

A cada paso tuvo las mieles de su posicionamiento laboral: hambre de crecimiento, buen sueldo, aprender a trabajar en equipo, el desafío de desarrollar productos, superar miedos y prejuicios. Claro que también pudo probar la parte más amarga: exigencias desmedidas, horas de trabajo sin fin, un ritmo alocado, competencia desleal, consumismo en su máxima expresión, el manejo de fondos millonarios bajo sus espaldas, malos tratos, enfrentarse a proveedores, discusiones y no tener tiempo para nada más que trabajar. 

"Fueron años muy intensos, donde aprendí mucho. Y si bien no vivía para nada mal y estaba progresando a pasos agigantados, había cumplido sobradamente los sueños con que me fui a estudiar, me sentía vacía”, confiesa quien llegó a consultar a una especialista en medicina china respecto de su malestar, de esa sensación de tener un nudo en el pecho, quien la diagnosticó de un cuadro angustia. 

"Empecé un proceso de reencontrarme con lo que quería y me llené de preguntas y cuestionamientos: por qué la competencia, por qué había que llenarse de ropa para ir todos los días a trabajar vestidas distinto, qué sentíamos con mis compañeras para actuar así, valía la pena todo el ritmo de vida que llevábamos, cuál era esa necesidad de pertenecer a un mundo tan diferente, tan caótico. Llegué a pensar en todo, en la felicidad y los caminos para alcanzarla, en si la moda era mi camino, en qué había detrás de cada acción de consumo, entre muchas cosas más. De a poco, y sin que resultara algo fácil, fui cambiando mi forma de ver las cosas, de alimentarme, de respirar. Tuve más orden en mis rutinas, pude conectarme, empezar a centrarme. Y tuve una intuición: tenía necesidad de San Juan, de volver. Avisé a mi trabajo y a Boris, mi pareja. Aunque él decidió no acompañarme, dejé todo y me vine a cobijarme y a encontrar esas respuestas”, cuenta.

Otra vidriera

Una vez en San Juan, Cecilia pudo hacer el click que necesitaba. No estuvo sola. Su familia, especialmente su mamá, la acompañó en el proceso. Y Boris, a la distancia, también, aunque un año más tarde -en el 2014- también se radicó aquí.

"Ni bien volví, con una amiga empezamos a hacer remeras estampadas y nos compraron muchas en diferentes negocios. Pero no era lo que quería. Seguía haciéndome replanteos. Hasta que descubrí que muchas cosas que me surgían tenían que ver con el modo en que se consume, se usa y se acumula la ropa y en cómo la industria textil genera todo este círculo vicioso y perjudicial con un altísimo costo para el planeta”, explica la mujer que no tiene pruritos -de hecho lo multiplica en sus redes sociales- para decir que no es ningún secreto que la industria de la moda es una de las mayores contaminantes del medioambiente, generando muchísimos desechos y utilizando grandes cantidades de agua y energía en sus procesos, además de provocar consumismo desmesurado. Lo sentía como algo contradictorio con sus objetivos. Entonces se propuso fomentar y poner en práctica el consumo responsable. Se hizo fans de la ropa de ferias americanas y prendas que intercambiaba con sus amigas, empezó a revolver el placard de su mamá y a intervenirle su vestuario. "Ella estaba fascinada con mi trabajo. Le daba vuelta las prendas y hacía algunos trucos de costura, mezclaba con otras partes de prendas y lograba darle vida a ropa que tenía una década de uso. Cada vez buscaba más ropa para renovar, modificar, transformar y ya empezaron a pedirme cosas mis hermanas, mi prima, algunas amigas. Y así el círculo se fue ampliando hasta que llegaron las primeras clientas”, asegura quien en paralelo empezó a experimentar con tintes naturales y motivada por la educación Waldorf que aspira para su hijo Salvador, también incursionó en los cultivos biodinámicos. De hecho, hace poco ha plantado sus primeras semillas de algodones orgánicos para crear sus propias telas.

"Si bien me fascina esto de reutilizar, reciclar, transformar ropa, soy consciente de que no es suficiente. Por eso quiero probar con hacer ropa desde cero con telas absolutamente naturales, sin perjudicar a la naturaleza. Estas telas no son fáciles ni baratas de conseguir en el país, por lo tanto estoy explorando este camino. Estoy investigando qué fibra sembrar en San Juan por nuestro clima o si es mejor utilizar algunas especies de las llamadas aloe vera que desprenden una especie de plástico vegetal que podría servir para hacer telas”, dice absolutamente convencida esta artista de la moda que además de su taller, da clases de reciclado de prendas, asesora a Juno (el emprendimiento social local de mujeres que cosen en sus casas) y llevó el reciclaje a la Fiesta del Sol: ella fue quien se ocupó de utilizar trajes de ediciones anteriores para rearmar vestuarios del último Carrusel.