Fotos: colaboración

Marzo del 2020 quedará marcado a fuego en la historia de la humanidad por ser el momento en que el mundo decidió cerrar sus fronteras, encerrarse y apelar a medidas sanitarias nunca antes vistas, para protegerse de la amenaza de un virus surgido en China. Justamente el día 19 se decretaba el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio por la pandemia en la Argentina, el que comenzaba a regir en la jornada siguiente.

Por aquel entonces, hace exactamente un año y un día, el miedo se apoderó de quien salía a la calle, el otro (especialmente cualquier persona que venía de un país extranjero) se convirtió en peligro latente de contagio, la angustia de portar los primeros casos positivos de Covid se hizo notar fuerte y fue creciendo, lamentablemente, la tristeza por tener que ser hospitalizado y el dolor de quien perdió a un familiar, amigo o conocido por esta enfermedad. Situaciones y palabras como hisopados, triage, falsos negativos, PCR, barbijos en todo momento, lavarse frecuentemente las manos y el tener que quedarse en casa, se normalizaron en el vocabulario y en la rutina que, a su vez, se llenó de desazón e incertidumbre por perder un trabajo ante el cierre de la economía y generó apatía y aburrimiento de un día a día sin cambios ni mayores noticias que las relacionadas al coronavirus, entre tantísimas otras sensaciones y sentimientos que iban surgiendo en cada familia, en cada ser humano.

Ante un panorama tan desalentador, hay una historia cargada de amor y esperanza que permite rescatar esos pequeños destellos de cosas buenas que hay en cualquier situación negativa. Sucedió en San Juan. Y bien podría ser el argumento de una novela romántica de la media tarde o un cuento de amor. Pero es real, no es un guión de ficción ni mucho menos. Y lo que es mejor aún, hace ilusionar a todo aquel que la conoce que no todo ha sido tan malo en los últimos tiempos.

El protagonista es Adrián Anton, rumano, 47 años, soltero y sin hijos. Él se ha especializado en su país, desde el secundario, en construcción y más específicamente en pavimentación y asfalto. Sin ser ingeniero, desde hace años que es el encargado de este tipo de tareas, para distintas empresas del mundo. Por eso ha vivido allí donde una obra lo requería: España, Perú, Portugal, Ecuador, sólo por citar algunos países. El 2019 y principios del 2020 lo encontraron en Chile. Razón por la cual cada fin de semana que podía o en tiempos de vacaciones o mientras esperaba un nuevo contrato, salía a recorrer ciudades cercanas. Mendoza, Bariloche, entre otros destinos del sur argentino fueron un deleite para este europeo, que por ser un amante de la gastronomía y del buen vivir, buscaba sorprenderse con menúes diferentes pero a su vez, disfrutaba de pasear, entretenerse, relajarse y por qué no… conocer personas. Tenía un lugar pendiente en el mapa, por eso, llegó a San Juan el 14 de marzo de aquel 2020. Estaba tan ilusionado con conocer bodegas, probar tantos sabores locales que le habían prometido y ofrecido, sin embargo, no pudo más que cumplir la cuarentena en la habitación que había reservado en el Hotel Albertina. Esas cuatro paredes, frente a la plaza 25 de Mayo, fueron el refugio donde pasó no sólo los primeros 14 días sino una estadía que se prolongó por cinco meses hasta que se fue flexibilizando la situación sanitaria y con ella, la circulación.

 

  • AISLAMIENTO AMISTOSO 

En principio, la recepción del hotel era su primera y única escala al exterior. Después accedió a la cocina, que se hizo su lugar preferido en todo el alojamiento y, donde por la buena voluntad y gentileza de los dueños, pasaba los mejores momentos preparando comida para sí mismo, los conserjes e inclusive los policías que custodiaban la puerta. Anton, como le dicen todos, se convirtió, después de tanto tiempo, en uno más de ellos. Es que este huésped -que en marzo era el único y fue una de las causas por la que no cerraron y por lo que llegaron allí otras personas repatriadas a cumplir su aislamiento- conquistaba a todos por ser amigable, amable, educado, predispuesto y muy generoso. De hecho, todos probaron su sopa de alubias con panceta o sus comidas de olla típicas de Rumania como el sarmale (rollitos de hoja de repollo rellenos de carne picada de cerdo y ternera, arroz, cebolla, panceta ahumada, tomate frito, aderezada con eneldo, pimienta y salsa agria) y el mici o mititei (rollos de carne picada de cordero y ternera o cerdo a la parrilla), además de su especialidad, la tarta de manzanas.

“Me quedé tranquilo, intentando pasar los días lo mejor posible. No tenía opciones de salir a recorrer ni de irme a ningún otro lado. Pero todos estaban igual, nadie, en ningún país podía hacerlo”, dice “a media lengua”, en español, el hombre que rápidamente se adaptó al clima que poco y nada tiene que ver con el frío gélido de Europa del Este y el paisaje boscoso que rodea al Danubio y los castillos de Transilvania. Sin embargo, San Juan, lo poco que vio en los primeros meses, le gustó. 

Es que sus salidas -por esos días en los que sólo circulaban trabajadores esenciales o los que habían tramitado un permiso para moverse por alguna razón fundamental- eran muy escasas. Sólo iba al supermercado más cercano, para comprar algunos insumos y lo hacía acompañado de Alejandro Sánchez, el gerente del hotel que explicaba a los cuatro vientos que ya había cumplido aislamiento, que nunca se infectó de Covid y que su PCR era negativo. En ese contexto, un extranjero, era para desconfiar e inclusive denunciar, aunque él claramente no estaba en falta.

“Yo nunca le tuve miedo al Covid. Pienso que si uno se tiene que contagiar, se va a contagiar. Me cuido y uso barbijo porque lo exige la ley”, cuenta quien a esta altura de las circunstancias ya ha sido hisopado en cinco oportunidades.

En agosto pudo volver a Europa. Pero se fue con esa sensación de tener algo pendiente aquí. Se había quedado con las ganas de revancha: de recorrer la provincia, descubrir rincones, deleitarse y especialmente reencontrarse con los nuevos amigos. Es que nobleza obliga decirlo el cariño de la gente fue lo que realmente lo conquistó, de aquí. Por eso, para las vacaciones de diciembre, tomó impulso y sacó nuevamente pasaje a San Juan.

 

 

  • NOCHE MÁGICA

La previa del 31 de diciembre lo encontró nuevamente solo en el hotel pero con ganas de hacer algo diferente. Desde la agencia de turismo Bacur le dijeron que entre las pocas posibilidades de juntarse con otros porque no estaba permitido, había una opción en una posada en Villa Tacú, en Zonda, donde se respiraba una ambiente de afabilidad, relax, buena onda. Estaban convencidos que allí podría pasarlo bien. Preguntó. Le respondieron que no había mayores celebraciones, salvo una cena sencilla para las pocas personas alojadas. Fue, se sintió tan a gusto que quiso volver, una, dos, tres veces, todas las semanas. Allí estaba Valeria Rodríguez, 42 años, soltera y sin hijos, psicóloga especializada en adicciones (no sólo las de consumo de drogas, alcohol y otras sustancias, sino también afectivas), que en sus tiempos libres se dedica a la decoración de eventos y por lo tanto tiene un buen gusto exquisito, pero además era la dueña de ese concepto de calma y quietud que reinaba en ese lugar de Zonda, que a él tanto empezó a gustarle. 

Las excusas para ir se hicieron recurrentes y hasta dejaron de ser pretextos: que un asado para compartir, que disfrutar del fresco, que el paisaje, que la pileta… todo era válido para ir a la posada donde se hacía aromaterapia, armonización, masajes, meditación, entre otras cuestiones muy placenteras. Hasta que llegó el día en que el calendario le marcaba el regreso. El mes se había pasado rápido. Él se animó a invitar a cenar a Valeria para despedirse, su última noche en San Juan. Ella no estaba muy interesada en hacer pareja, ni nada que la vinculara afectivamente a otro. Le dijo que sí, convencida que no volvería a verlo. Lo que no sabía es que, eso que estaba cocinándose a fuego lento, culminaría, mejor dicho tendría su inicio en esa cena. Porque desde ese momento no se separaron más. El destino quiso que a Adrián le avisaran unas horas antes que su vuelo para el 26 de enero estaba cancelado. No se hizo mucho problema, extendió su estadía en el hotel y comenzó a tejer una historia de amor. Poco a poco, empezó a ayudar a Valeria en sus tareas, conoció a todos los Rodríguez y una vez más empezó a encariñarse y a cocinarles. Está tan a gusto que ya no le importó perder el vuelo el 5 de febrero. Aquí se quedó.

“Estoy convencido que gente buena y mala hay en todos lados, que crisis económicas y de valores hay en todos lados. Pienso que vivir bien, trabajar honestamente y hacer dinero se puede hacer con voluntad en cualquier lugar del mundo. Pero una familia, se arma, cuando se encuentra a esa persona única. Estoy enamorado”, se sincera.

Ahora sueña con ir a Rumania, pero esta vez con su futura esposa. Quiere presentarla a sus cinco hermanos y sus nueve sobrinos y que ella conozca sus raíces. Ya ha planificado la vuelta: habrá ceremonia y un negocio en común. Y quién sabe cuántas más anécdotas, de nuevos capítulos, para una historia que nació en la pandemia por el Covid-19. En San Juan.