En 1983 se iniciaba en nuestro país el definitivo proceso de normalización de las instituciones. Primero fueron los partidos políticos, como paso previo al arribo de la democracia, luego, poco a poco, se recompusieron otras instituciones.
Ahora, a treinta años de esos sucesos, sus contingencias y sus actores nos parecen lejanos. Pocos recuerdan ya las corrientes de opinión política que se gestaron entonces. El arrollador triunfo de Raúl Alfonsín con su línea "Renovación y Cambio’ en la interna frente a la "Línea Nacional" que postulaba a Fernando de la Rúa, o la sinuosa interna del Justicialismo que, más dañado y dividido por los sucesos de los años anteriores, cargaba sobre sí la gestión de Isabel, el "lopezreguismo", la belicosidad del peronismo de izquierda y los enfrentamientos de su cúpula sindical.
Después de mucho andar y tras tantas internas el justicialismo proclamó a Lúder y Bittel como sus candidatos. Otros partidos caminaron también hacia la normalización y lo hicieron de la mano de figuras de la política argentina reciente, dispuestas a medirse aquel 30 de octubre. Así, a estos binomios se sumó Alende por el Partido Intransigente, Frigerio por el MID, Manrique por la Alianza Federal, Martínez Raymonda por la Alianza Socialdemócrata, Estévez Boero por el Socialismo Popular o Jorge Abelardo Ramos por el FIP, sólo por mencionar a algunos, condimentaron una elección que ya quedó en la historia.
El tramo final de las campañas nacionales fue vertiginoso. Fue una votación polarizada, el radicalismo obtuvo un inesperado 52 por ciento, mientras que el justicialismo recogió el 40 por ciento
Mientras tanto las provincias presentaban un panorama diferente. El justicialismo había triunfado en 12 de ellas, el radicalismo en 7 y 3 pertenecerían a partidos locales: el Pacto Autonomista Liberal en Corrientes, Sapag con el Movimiento Popular en Neuquén y el Bloquismo en San Juan.
Era una época de gran optimismo. Atrás quedaba la violencia de los setenta, los cerca de 22.000 atentados que sufrió el país, la dura represión con que se los respondió, que incluyó miles de desaparecidos, y la dolorosa experiencia que significó la Guerra de Malvinas.
Había una corriente de algarabía, creíamos que el sólo hecho de recuperar una forma de gobierno participativa por excelencia, podría, por si sola, garantizar un futuro promisorio. Pronto descubrimos que todo era una corta primavera, que el sistema, por si solo, no bastaba. Que aquel apotegma de Alfred Smith que sostiene "Todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia", no alcanza. Se requería de hombres que supieran construir una economía, las instituciones y un Estado estable.
Hoy ya no hablamos de defender la democracia, preferimos debatir si es necesario o no profundizarla, si debemos o no extenderla a todas las instituciones. Y por supuesto hablamos de revitalizarla y, de ser necesario, sanearla.
Sabemos que nuestro actual sistema de gobierno se cimienta en la legitimidad que da el voto y que de ella nace la representatividad, pero ¿cuál es la base sobre la que se estructura la representatividad? Sin duda que en nuestro caso lo son los partidos políticos. El drama de nuestra democracia radica en que, agotada la legitimidad, algunos gobiernos nacionales y provinciales quedaron reducidos sólo a la legalidad, y sabemos que en política a veces con sólo eso no alcanza.
Las distintas debacles económicas, las presiones del mercado internacional, el agotamiento de los discursos, los cambios de sistemas y modos de producción, pusieron en duda la representatividad, que en algunos casos abandonó a los partidos políticos para pasar a manos de personajes reconocidos socialmente, porque se creyó que el triunfo en la vida particular implicaba el seguro éxito en la función pública.
Frente a una Argentina que fue devastada económicamente, pero sobre todo destruida espiritualmente, en donde todas las reservas sociales y las instituciones intentan recuperarse, lo que nos queda para resurgir es la "Idea de Nación", la cual no se expresa en realidades sociales o económicas tangibles, sino en el accionar de los individuos que, como el Quijote, pretendan atropellar contra los nuevos molinos identificados en la pérdida de las riquezas nacionales, la corrupción, la decadencia ideológica, la pobreza y la salvaje mundialización, llevando por toda arma la defensa a la educación, a la salud, a la soberanía nacional y a una identidad propia.
