Si bien el telar que se hizo tradicional en San Juan es de origen español y oriental y nada tiene que ver con el que utilizaban los habitantes originarios de estas tierras, éste logró arraigarse como un elemento propio, tanto que desde las primeras inmigraciones hasta ahora sigue siendo una actividad transmitida de generación en generación. En esta nota, la experiencia de aquellas artesanas que encontraron en esta labor una razón para expresarse y seguir manteniendo viva una vieja costumbre.

Olga Saavedra y Gina Domeneghini

Comprometidas con el arte

Gina tiene apenas 21 años, pero su relación con los tejidos tiene casi tanta vida como ella. De su mamá y de su abuela heredó el cariño por el tejido a dos agujas, y de Olga Saavedra, su amiga, el amor por el telar y ese vínculo tan especial que establecen las tejedoras de fuste entre el trabajo, las lanas y la creación que las lleva por diferentes rumbos.

El encuentro entre ambas se produjo cuando Olga, decidió vivir al pie de las Sierras Azules en Zonda, hace 10 años, y un día decidió detenerse para conocer a los vecinos. Desde entonces su relación se volvió familiar.

En todo ese tiempo Gina se dedicó a observar a quien ahora es su maestra, a escuchar sus investigaciones sobre teñido natural de lanas, la historia del telar, su admiración por la tejedoras tradicionales sanjuaninas, a conocer sus tejidos, y sobre todo, su espíritu íntimamente ligado con esta cultural ancestral.

Quizá por esas barreras que a veces pone el cariño y la admiración, recién hace un año y medio se animó a pedirle que le enseñara telar. "Comencé con el bastidor chico, simple, luego con uno grande y después con el telar María que es de peine pero chico. Este es un proceso de aprendizaje como cualquier otro, va desde lo sencillo hasta lo más complejo. Además quiero dedicar mi vida a esto, quiero que sea mi medio de expresión", asegura Gina quien además es estudiante de segundo año de la licenciatura en Artes Visuales.

Olga teje desde hace más de 30 años, con un telar de 4 perchadas, es una gran investigadora de tintes naturales, una tarea que la llevó a obtener una beca del Fondo Nacional de las Artes en 2002, y otra para realizar el rescate de las técnicas de tejido local en 2005. En Zonda tiene todo a mano, no sólo el silencio que es su gran aliado al momento de tejer sino también la jarilla, el aguaribay, y cada planta que le permite encontrar el color natural para transformar a cada una de sus lanas en algo único. Su taller es pura luz en todo el sentido de la palabra. Su luz y la del cielo sanjuanino, donde queda atrapada para crear sus telas, con las cuales ahora produce muñecas que evocan a la típica "cosechadora sanjuanina", o sus ruanas y echarpes. Allí también es el sitio donde le enseña a Gina, quien heredó este vínculo profundo con el tejido. Sólo basta con escucharla cuando dice "si tengo que elegir entre un pedazo de acrílico o cualquier otro elemento y un ovillo para realizar una creación, elijo siempre el ovillo. Trabajar con lana es algo muy especial, único", dice Gina quien a pesar de tener solo un año y medio de entrenamiento realiza retazos de telas que ya evidencian su talento.

Olga reconoce que no le interesaba mucho enseñar, pero no por no compartir sus conocimientos sino porque mucha de la gente que quiere aprender lo hace por hobby, y entiende que para hacer telar se necesita "un gran compromiso, y una dedicación permanente. Es duro el trabajo, demanda tiempo, esfuerzo y concentración. Ahora estoy más dedicada a hacer cosas pequeñas como la muñecas cosechadoras que tanto representan a la mujer del campo", cuenta Olguita quien no escatima en transmitir todo lo que sabe a alguien que sí decidió que las artesanías en telar son mucho más que un objeto de uso o decoración.

Graciela y Myriam Pérez

Hermanadas (por la sangre) y la urdimbre


Hay nueve años de diferencia entre una y otra. Por eso no era de extrañar que Myriam siguiera los pasos de su hermana mayor, no solo en la veta profesional: Myriam es diseñadora industrial por sugerencia de Graciela y como tal tiene, junto a otra colega, una marca de carteras a base de telar y gamuza y también de prendas tejidas (conocida como "A la pipetuá”), mientras que Graciela, abandonó Arquitectura para convertirse en Artista Plástica y es una verdadera maestra del telar.

"Creo que aprendí a tejer mirando lo que ella hacía desde chiquita. Hasta que un día me animé a hacer un curso que (Graciela) daba en la Casa de Sarmiento. Al principio me parecía algo dificilísimo el telar. Pero cuando empecé a practicar me di cuenta que era más sencillo de lo que parecía. Así fue que cambié totalmente las dos agujas y el crochet por el telar”, cuenta Myriam quien tomó solo seis clases de telar a cargo de su hermana y fue una de sus cientos de alumnas. A partir de ese momento según se confiesa Myriam "comparten el mismo idioma” porque cada una empezó a enriquecer su etapa de investigación, creación, experimentación y diseño propio. Y por supuesto, a compartirla con la otra.

"Hoy por hoy, nos enseñamos una a la otra, nos consultamos sobre cómo hacer tal o cuál cosa que no nos sale. Es un ida y vuelta. Es más, mi hermana, ideó una forma diferente de enhebrar a la que yo le había explicado y juntas descubrimos que la suya era más fácil, entonces yo fui la que se la copié”, dice jocosamente Graciela, mientras que su hermana reconoce que ella es su mejor crítica y a la vez fanática de sus tejidos.

En la familia no hay antecedentes de tejedoras. Sin embargo, un afecto cercano, Doña Griselda, una señora mayor, amiga de la mamá de las chicas, era una verdadera experta y super hábil con las dos agujas y el crochet. Por eso, especialmente para Graciela, ir a visitarla era "una fiesta”. Podía quedarse horas mirando los malavares que hacía con sus manos y la lana. "Ella me marcó para siempre, evidentemente y creo que supó transmitirme el entusiasmo que hay que tener para llevar adelante un tejido ya que es una actividad que implica una dedicación especial”, cuenta la más grande de las chicas Pérez, quien actualmente es la directora del Departamento de Artes Visuales de la Universidad Nacional de San Juan.

De hecho, Graciela reconoce que los miles de pares de guantes que tejió para juntar plata para el viaje de estudios a Bariloche a finalizar el secundario fueron un incentivo y una de las tantas enseñanzas de esta "casi abuela del corazón”. También le debe a Elisa, la mamá de una de sus compañeras del secundario, los muchos consejos que le dio para terminar los primeros pullóveres de su autoría. Se puede decir que esos fueron sus primeros pasos en el tejido, pero como estudiante de la carrera de Arte, descubrió su fascinación por la textilería, más allá de una excusa de la moda. Con un sentido, artístico. Siguiendo ese impulso es que ya recibida y de paseo por Mendoza, vio en una plaza, un señor que hacía telares, mientras su esposa tejía en ellos. Y esa fue su oportunidad. Sin saber nada del tema, invirtió en este nuevo instrumento. "Josefina, la señora mendocina justo venía a San Juan, a la Feria de Artesanías a la otra semana y solo alcanzó a darme dos clases. Aprendí lo básico. Después todo fue prueba y error. Casi el mismo camino siguió mi hermana”, asegura la profe, quien todavía tiene como materia pendiente adentrarse en los tejidos indígenas, todo un nuevo mundo por explorar.

María Eugenia Alba y Graciela Vilariño

Unidas por un aprendizaje a distancia

Son sanjuaninas. Y primas hermanas. Y tienen en común que les fascina tejer a telar. Y no sólo eso, cada una por su parte, aprendió la artesanía tan tradicional de San Juan pero fuera de la provincia.

En el caso de María Eugenia fue muy lejos, en Australia, donde se fue a vivir con seis años con su mamá y unas tías. Puede parecer una rareza pero en este país de Oceanía hay mucha historia con el telar de peine según la influencia de escoceses e ingleses. Así, en las horas de la tarde de la primaria y la secundaria, aprendió los primeros pasos del tejido, pero también de los tapices, del macramé, de la costura. Volvió a San Juan a los 18 años, prácticamente con sus lanas a cuesta y con toda la intención de seguir aprendiendo, por eso cada viaje por los caminos de Iglesia o de Jáchal, cada Feria de Artesanías, cada taller, era una nueva oportunidad para rescatar algún secreto textil.

Graciela se fue de San Juan con 22 años. No partió al exterior como su prima. Pero sí a varios miles de kilómetros de la provincia, a Buenos Aires. Buscando trabajo llegó hasta un negocio de artesanías donde le propusieron aprender a tejer en telar y vender sus productos en cada temporada en Miramar. Graciela no lo dudó, se abrazó de tal manera a las artesanías -que en su caso le permitieron combinar piel y lana- que sus prendas se ganaron un lugar en el mercado. Unos años más tarde se trasladó a Bolivia y allí, abandonó sus bastidores pero no su curiosidad, entonces hasta llegó a conocer cómo tejían las indias del lugar.

Aquí volvieron a reencontrarse y a unir sus pasiones, esas que las llevan a pasarse toda una tarde enhebrando y haciendo arte entre la estructura con clavos y la lana. Ambas se convierten en "socias” cuando hay alguna exposición o feria para tener más posibilidades con sus productos, en general prendas u objetos decorativos. "No hay en nosotras una cuestión genética que nos ligue al telar ya ni siquiera la nona sabía tejer, pero probablemente haya un designio porque nuestras familias eran orgullosamente jachalleras. Y el terruño, vaya a saber por qué, tira”, dice Graciela que al igual que Stella Marys Ayestarán y Cecilia Fager (ambas ausentes en la nota), son las mejores seguidoras y transmisoras de lo que Eugenia supo enseñarles.

"Por momentos somos maestra y alumna. Pero también compartimos de igual a igual visiones, pareceres, conocimientos e inclusive ese afán por encontrarle a los tejidos una veta artística. Es que el telar tiene una mística tan maravillosa que enseñando uno aprende”, cuenta María Eugenia, que hasta creó su propio blog en Internet -bajo el nombre de eugelaqueteje- donde muestras sus verdaderas obras de arte. Para ella, el telar y sus artesanías, son un modo de ganarse la vida pero también una forma de rescatar aquellas técnicas, secretos y procesos que son parte de la historia de tantas mujeres ancestrales. Por eso, en su trabajo como bibliotecaria del secundario de la Escuela Dante Alighieri, aprovecha para enseñarles algunas técnicas a los alumnos que tienen horas libres. "Es mi pequeño granito de arena. El saber del telar es algo que hay que compartir”, asegura, convencida. La mejor prueba que tiene a mano son los almohadones y alfombras tejidas que utilizan los lectores cada día.