En poco más de un siglo, el yacimiento de plata y plomo El Salado, ubicado en la cordillera iglesiana, pasó de ser una promesa con varios intentos de aprovechar su vasta riqueza a convertirse en un ícono de la innovación tecnológica de principios del siglo pasado. Una vez que había pasado por varias manos y había empezado a generar el interés de inversores extranjeros, El Salado tuvo su auge más importante a partir de 1910, cuando la compañía inglesa The San Juan Mines Argentine compró la infraestructura productiva que rodeaba a este distrito. Desde entonces, fue mucho más pronunciado el crecimiento en tecnología para aprovechar mejor los recursos mineros de la zona, en especial la plata.

La historia de las inversiones y desarrollo en El Salado está detallada en el libro “Oro y Plata en San Juan”, de la docente e investigadora Mabel Benavídez de Albar Díaz. La autora narra cómo en un periodo relativamente corto se construyó usinas, diques y red eléctrica en torno al yacimiento, se importó medios de transporte y fueron erigidas instalaciones imponentes.

El modo anterior de llevar las rocas con contenido de plata a San Juan o a Chile en carros tirados por bueyes cambió radicalmente.

Tanto, que hubo una logística especial para traer tecnología desde Inglaterra, e incluso se capacitó a un especialista inglés para que se encargara de recibirla y transportarla hasta El Salado, dadas las dificultades de la distancia: el yacimiento está ubicado a 3.200 metros de altura sobre el nivel del mar, 70 km al noroeste de Rodeo y unos 300 km al noroeste de la Ciudad de San Juan.

El equipamiento, cuenta Benavídez, “fue transportado por ferrocarril hasta la ciudad de San Juan en 1914, a donde el técnico mecánico inglés Charles Sowter fue enviado especialmente . Su tarea consistió en recibir la maquinaria, embalada en cajones de madera debidamente rotulados. Armó un gran tractor de 120 HP con llantas metálicas, en la misma estación de la capital sanjuanina, detrás del cual prendió una especie de tren hasta con cinco vagones metálicos armados por él, con el que en dos viajes de 30 días transportó lentamente gran parte de los equipos hasta las minas, entre 1914 y 1915”.

En el marco de estas innovaciones, la planta de molienda y cianuración ya era considerada la mejor equipada y más moderna de su tiempo en el país y en Sudamérica. De hecho, según relata la autora del libro, se había instalado “dos usinas hidroeléctricas con poderosas turbinas importadas de Inglaterra, una de 750 HP y otra de 300 HP, potencia total que superó en 50% a la generada en La Mejicana”, una mina riojana que recibía importantísimas inversiones en innovación tecnológica por parte de la compañía inglesa The Famatina Development Corporation Ltd.

Toda la maquinaria y elementos usados en el lugar provenían de Inglaterra, ya que poner dinero para hacer más eficiente la extracción de plata era prioridad. Antes de eso, algunas de las casas construidas en la zona minera estaban hechas con adobes de relaves con resto de plata, ya que no se podía aprovechar al máximo el mineral. Los cambios ayudaron precisamente a separar más metal de la roca, y generar mayores ganancias en la empresa londinense. “Salado fue pensado como un conjunto industrial con gran planta de cianuración -narra Benavídez-, que llegó directamente a Argentina por el puerto de Buenos Aires, mientras que ocho de los estanques para ese fin eran del tipo Pachuca de 11,80m de alto, mucho mayores que los instalados anteriormente en San Juan en las demás plantas que introdujeron el uso de cianuro de sodio”.

Pero así como fue vertiginoso el crecimiento de inversión en tecnología, también lo fue la debacle en la producción minera. La bonanza en El Salado duró sólo hasta el año 1907, cuando cerraron las minas instaladas en la zona, por varios motivos.

Principalmente, cuenta la docente sanjuanina en su libro, por un presunto aumento en el impuesto a la exportación de metales, algo que hasta la actualidad sigue generando debates entre los sectores político y productivo de la Argentina.