Recuerdos para toda la vida 

María del Valle, Alejandro Quinto y su hermano Fernando Bravo abren las puertas de su casa paterna, de Don Leopoldo Bravo, para mostrar los objetos que atesoran de Moscú, en los años que su padre fue embajador de la Argentina en ese país. Ellos vivieron allí desde 1976 a 1981. Cuentan que muchos de los recuerdos tienen un valor histórico y cultural y hoy son objetos de las artesanías rusas más populares, pero para ellos, son elementos que cuentan parte de su propia vida. La lista es muy variada y grande, casi un museo, pero ponen el acento en los productos que más se ven en las calles o zonas más turísticas, como la Calle Arbat de Moscú, en Sparrow Hills, centros comerciales como Gun y en los mercados especializados en la venta de souvenirs como el Mercado de Izmailovo.
 

Matrioshka: son probablemente el souvenir más solicitado por los turistas en Rusia y universalmente reconocidas como el símbolo del país. Se trata de esas muñecas de origen ruso de madera con varios tamaños y que se guardan una dentro de la otra, como si fuera una sucesión infinita. El número mínimo de matrioshkas que pueden encontrarse una dentro de otra es de cinco y hasta un máximo de veinte. El nombre le viene dado porque ‘Matriona’ (campesina) era el nombre femenino más común y proviene del latín ‘mater’ que significa madre, lo adaptaron y se quedó con matrioshka. También se las conoce popularmente como mamushka, porque suma la presencia de la abuela -babushka en ruso-. Simbolizan la maternidad y fertilidad y que una esté dentro de la otra significa que una madre da a luz a una hija, la hija a otra hija y así sucesivamente. Al principio solamente se hacían muñecas femeninas, pero más tarde también se incorporaron figuras masculinas para completar la familia.

La Catedral de San Basilio es el icono de Moscú. Se ve en la televisión y en películas, en revistas de viaje o como imagen decorativa tallada en madera y pintada a mano. También los huevos de pascua en madera pintados a mano en representación de los famosos Huevos de Pascua de Fabergé.

 
Khokhloma, este nombre es el estilo de pintura (colores vivos y dorados sobre fondo oscuro), que tienen diversos objetos como cucharas, platos y cuencos de madera, la pintura apareció por primera vez en la segunda mitad del siglo XVII en Nizhni Nóvgorod.

 

Gorros rusos, conocidos como Ushanka, un gorro de orejeras flexibles que se cree que fue adoptado de los mongoles durante las primeras invasiones medievales. Se trata de una prenda para la cabeza que se ha identificado con Rusia.

La Ropa deportiva, para los aficionados, porque nobleza obliga decirlo: el fútbol y el hockey sobre hielo son los dos deportes más populares en Rusia.

 

Complementos soviéticos, gorras militares. Son muy populares todos los uniformes, cinturones, medallas o insignias (algunas con dibujos de agentes del KGB), también billetes o monedas antiguas.

Ajedrez Ruso, un objeto artesanal con figuras de matrioshka, hecho a mano y pintado con detalle todas las figuras.

Iconos, imágenes mayoritariamente en forma de cuadro, que tienen importancia religiosa. La temática religiosa, que también existe en la cultura ortodoxa, es una obra de arte, un objeto sagrado. Los iconos antiguos tienen aún más, valor histórico y artístico, y muchos de ellos son obras maestras universalmente reconocidas.
 

 

Imágenes que no se olvidan 

1978 fue el año de su llegada a Rusia. No fue por turismo sino por la oportunidad y la responsabilidad de acompañar a los más pequeños de la familia Bravo para que no perdieran su año escolar, al menos durante el período de diplomacia. Liliam Sotomayor, más conocida como Nacha, era la maestra particular desde hacia unos años antes y justamente en ese momento bisagra en la vida de esta familia, ella los acompañó, tarea por la que tuvo de pedir permiso en su trabajo en la Empresa Provincial de Energía Eléctrica.

Ese fue su primer viaje al exterior y por tanto tiempo: 8 meses, de mayo a noviembre, duró la estadía, tiempo suficiente para encariñarse con la gente del lugar, aprender algunas costumbres (desde las comidas, las balalaikas y algo del idioma) y aprovechar cada sábado, cuando terminaba su jornada laboral, para salir a descubrir ese mundo nuevo. Iglesias -dónde conoció rituales y tradiciones como la de velar a los muertos colocando guirnaldas de colores alrededor de los ataúdes porque los rusos creen en la reencarnación y por eso usan esos símbolos para alegrar el ingreso a la vida espiritual-, el museo de las joyas del Kremlin, los bellos palacios, los mercados eran sus lugares favoritos, especialmente porque allí encontraba esos objetos -pañuelos de seda con imágenes muy coloridas, cuadro con réplicas de las iglesias, matrioshkas, anillos labrados, la típica vajilla de madera que los rusos usan para tomar su exquisita sopa colorada o de remolacha (borsh)- que aún hoy, cuarenta años después, la remiten a esos momentos.

 

La realidad con una música diferente

La primer misión comercial de un gobierno local a Rusia, en el 2003, fue motivo para una serie de notas periodísticas pero fundamentalmente para descubrir la inmensidad moscovita en todo sentido, según comienzan a fluir los recuerdos a Gustavo Martínez Puga, quien ese entonces cumplía funciones en Radio Sarmiento y en Diario de Cuyo y que ahora -recientemente alejado de los medios de prensa- se desempeña como director de Comunicación Institucional de la Corte de Justicia de San Juan. En ese viaje, encabezado por el entonces ministro de Economía Enrique Conti, y acompañado por una decena de empresarios, se selló la compra de las turbinas para el funcionamiento de los diques Los Caracoles y Punta Negra además del envío de buenos vino y toneladas de uva sanjuanina.

 

"Allí todo es grande, las distancias, los palacios, los recorridos del subte. Y todo tiene arte”, cuenta el único periodista de la comitiva que volvió tan impresionado por el Circo de Moscú como por el Kremlin, la culturalidad que caracteriza a la ciudad y la historia que se respira a cada paso.

Como buen amante de la música y para dejar perpetrado el momento en que conoció ese lugar, se trajo un cd de rock ruso tradicional. Nunca se enteró quién es el grupo que canta, pero la música alegre y contagiosa sigue resonando aún hoy en su casa. Además los típicos gorros de piel, uno para cada integrante de su familia, más una gorra militar auténtica fueron sus principales compras en una Feria de Artesanías típica de las afueras de Moscú, a la que fue a pasar un día completo. A eso sumó algunas muñecas tradicionales y las infaltables matrioshkas de madera laqueada, las que acomodó con sumo cuidado a su valija. Todo, 15 años después, permanece flamante en su casa. Salvo la cajita de música, con la réplica de la catedral emplazada en la Plaza Roja que le trajo a Malena, su única hija mujer que, de tanto usar, encantada por el juguete, terminó con la cuerda rota.
 

 

A la salud del curioso

Gabriel Vernieres hacía un postgrado en Enología y Marketing Vitivinícola en París -allá por 1996- cuando surgió la posibilidad de ver de cerca otro modo del mundo del vino, justamente en Rusia. Un mes de recorrida, en pleno invierno ruso, con un termómetro que llegaba a marcar hasta -15º C, fue el escenario para recorrer bodegas pero además para tomar contacto con la gente del lugar. Lo recibieron en la Península de Crimea -en las cercanías de Ucrania, en la costa del Mar Negro- y en Moscú, dos lugares que este sanjuanino curioso recuerda con el color gris, con edificaciones enormes y muy antiguas pero también con mucha pobreza, pero a su vez, con una esplendorosa cultura popular de cualquiera de sus habitantes. Es que claro, Gabriel cuenta que en ese entonces, era un momento muy particular de la vieja Unión Soviética, que pasada la crisis de la disolución, intentaba definirse y encontrar un rumbo para cada una de las repúblicas que la integraban.

Quizás por estar en medio de tanta incertidumbre, es que pudo empalagarse y beber una realidad muy diferente a su rutina, que por entonces era la de un veinteañero ávido por conocer el mundo. Aún mantiene en su gusto ese sabor de las bebidas que probó allí y en su memoria emotiva recuerda a la señora a la que le compró la matrioshka con 10 muñequitas y ese sonajero vaivén con la imagen típica de la mujer rusa que alguna vez supo usar su hija. Como gran tesoro, se trajo muchas fotos, además de un libro escrito en francés con fotos y descripciones de paisajes soviéticos y otro, con la historia de Lenin para chicos que le prestó a alguien y nunca se lo devolvió.

Gabriel, por su trabajo en una vitícola, no perdió contacto con los rusos, los fanáticos compradores de uva sanjuanina. Sueña con volver y sabe, obviamente, que será un lugar muy diferente al que conoció hace algunos años.

 

Herencia con sabor a té en hebras

 

Fanny Moravenick de Pomeranchick nunca pisó suelo ruso. Pero no le hizo falta, para asentar sus raíces con un objeto que muchísimo valor afectivo. Ella tiene en su poder, un samovar, esa tesera de grandes dimensiones, que servía para reunir a la familia y a los conocidos alrededor de un vasito de té en hebras, infaltable en la rutina para mitigar el gélido clima que caracteriza a la zona de la Siberia. El samovar en cuestión -que está intacto, pese a su antigüedad, en un rincón especial de su casa, con una iluminación acorde- fue de los pocos elementos que el zeide Grishe, tal como llamaban a su abuelo materno Gregorio Gerzcertein, cargó para huir de Ucrania -que siempre fue parte de la Unión Soviética hasta que en agosto de 1991 se independizó, tras el golpe contra Mijaíl Gorbachov-, intentando salvar su vida. Ese escape de su país natal, fue obligado, a principios del 1900 por la crueldad de la inminente guerra ruso-japonesa, en pos de conseguir un puerto de aguas cálidas que pudiese funcionar todo el año. Grishe a sus 16 años ya era un cosaco con todas las letras, según puede verse en la foto (el hombre sentado en el medio) y por ende, seguramente sería convocado para la defensa de los intereses soviéticos. También trabajaba en una imprenta. Sin embargo, un amor (la bobe Rosa Butercoff), una nueva patria y un futuro promisorio -que lo obligaba a estudiar a diario el diccionario para poder comunicarse, tal como lo recuerda Fanny- lo esperaban a miles de kilómetros, en San Juan, dónde, pese a ser recibido por un clima mucho más amigable, el samovar siguió siendo usado como en Rusia.

 

Este objeto de plata, un verdadero tesoro de familia, conserva todas sus piezas (la bandeja donde se apoya todo el artefacto, el recipiente donde caen las gotas, la tesera para servir, el espacio para colocar las brasas y así mantener el agua caliente por horas y horas) sólo una vez salió de la casa. Para una exposición de objetos típicamente judíos, días antes del atentado a la AMIA.

 

Fotos: Maximiliano Huyema, Marcos Uriza y colaboración Gustavo Martínez Puga y Gabriel Vernieres