¿El detonante? En 1828 fue fusilado Manuel Dorrego (ilustración), quien había sido entregado por el sargento mayor Mariano Acha. Le reconocieron el "mérito" y lo ascendieron a coronel de Caballería. Trece años después, ya como general, Acha era decapitado por las tropas federales. La mayoría de los historiadores sostiene que fue una venganza por lo de Dorrego.

 

Hace exactamente 180 años, en el corazón de la Ciudad de San Juan, el general Mariano Acha, cuyo nombre es ostentado hoy por una de las calles más importantes del Gran San Juan, perdía su última batalla, herido en la cabeza y agotado. Pero aún así no imaginaba el terror que iba a teñir su final. Apenas tres semanas después de ser tomado prisionero en la Catedral sanjuanina, y mientras marchaba custodiado en San Luis, lo decapitaron, clavaron su cabeza en una caña tacuara y se la fueron pasando de soldado en soldado, celebrando su muerte al grito de "¡traidor!".

Acha, un militar nacido en Buenos Aires y protagonista de los levantamientos unitarios contra la Confederación Argentina de la primera mitad del siglo XIX, había llegado a San Juan partiendo la historia en dos. Es que fue el vencedor de la Batalla de Angaco, conocida por ser el enfrentamiento más cruento entre unitarios y federales de toda la historia argentina, con casi 1.200 muertos.

En agosto de 1841 Acha llegó en ausencia del gobernador sanjuanino Nazario Benavídez, tomó el mando de la provincia, se enfrentó a las tropas federales, ganó en Angaco, perdió dos días después en la Batalla de La Chacarilla y el día 22, hace 180 años, terminó vencido con sus tropas en un tiroteo a cañonazos desde la torre de la Catedral.

Ese hecho le dio cierre a lo que luego fue bautizado por los historiadores como la Semana Negra en San Juan, por la sangre derramada en tan pocos días. Con una tercera infografía, DIARIO DE CUYO completa en esta edición la saga de producciones periodísticas que explican en la actualidad los detalles de aquel agosto funesto y su complejo contexto (ver Infografía).

Casi dos siglos después de la muerte de Acha, no hay acuerdo unánime sobre quién dio la orden de matarlo de esa manera. Pero sí hay dos datos sobre los que coinciden todas las vertientes historiográficas. El primero, que Acha partió escoltado de San Juan, como prisionero unitario, con la plena certeza de que iba a poder volver a su vida militar. El segundo, que la Semana Negra sanjuanina no había sido el verdadero motivo de su decapitación, sino un hecho de trece años antes: el entonces sargento mayor Acha había traicionado a su superior, el general Manuel Dorrego, y lo había detenido y entregado a sus enemigos.

Apenas fue derrotado en la Catedral, el general Acha fue trasladado en persona por el gobernador (y vencedor) Benavídez, quien lo alojó en su propia casa en calidad de prisionero de guerra. El sanjuanino le mostró respeto en todo momento, lo trató como el militar de alto rango que era y le prometió que respetarían su vida. En esas condiciones fue que se inició el traslado, con un fuerte operativo en el que Acha y otros oficiales eran vigilados por una escolta de 50 hombres. La orden era entregarlo con vida al general Ángel Pacheco, el nuevo comandante del ejército federal designado por el caudillo Juan Manuel de Rosas.

Pero Acha nunca llegó a manos de Pacheco. En el camino, en la zona de Posta de la Cabra (actual localidad de Jarilla, en San Luis), a la custodia le llegó una orden terminante: fusilar al prisionero. La promesa sanjuanina de respetar su vida se había desvanecido con el viento Zonda. Ahí mismo, el 16 de septiembre, la columna detuvo la marcha y decidieron que le iban a tirar por la espalda. Pero en el lugar tomaron otra decisión. Al general Mariano Acha, el hombre que había sido tan elogiado por su valor en Angaco, le abrieron el cuello con un cuchillo y lo decapitaron.

De inmediato clavaron su cabeza sobre una pirca hecha con una caña, celebraron esa muerte paseando la cabeza y la dejaron erigida allí, cerca de una represa.

Según los historiadores, todavía estaba latente la bronca entre las filas federales por cómo Acha había entregado a Dorrego en 1828 pese a que era un oficial suyo. Ese hecho derivó en que Dorrego, dos veces gobernador de Buenos Aires y un ícono para los ejércitos federales, muriera fusilado por orden de su archienemigo Juan Lavalle, el gran líder unitario. Más de una década después, la historia cerraba un capítulo de venganza y se cobraba la vida de Mariano Acha, el hombre fuerte de la más dura batalla de las guerras civiles argentinas en suelo sanjuanino.