Por Mario Romero

Enviado especial – Diario de Cuyo

 

Si Malvinas fuera una espina, sería tal vez la de un algarrobo. Dura, dañina, dolorosa. Para los veteranos sanjuaninos que llegaron a las islas, la tarea era sacar esa espina, luego el tiempo dirá si deja una cicatriz. Pero hay escenas o postales aún con la pintura fresca, que dejan ver que el viaje empezó a aliviar las almas de estos muchachos que las lágrimas le ganaron algunas batallas en la vuelta a la tierra que los vio luchar.

La espera de la cena invitaba a la charla. Hugo Sabino, el más callado del grupo, saca el teléfono y muestra con una sonrisa una imagen, y en su tono porteño apunta “¡estos son mis hijos!”. Son dos nenes, de 5 y 3 años. El veterano tiene 56. Y agrega que soñó anoche -por el miércoles- con sus padres cuando era chico; “hacía años que no los soñaba”, dice. Se prende al convite José Luis Porra, que también tuvo “un sueño lindo” en la siesta donde “estaba descalzo y sentía el piso, era chico y había una bicicleta -detalla-“. No quiere quedarse atrás, también muestra fotos de algunos de sus nietos -tiene 10- y en el archivo del celular saca aquellas imágenes cuando estuvo en la Antártida, o en Mar del Plata, tiempo antes de dejar la Armada en el “89 cuando ser militar y excombatiente era algo prohibido.

En la misma mesa, el huaqueño Duilio Dojorti recuerda la anécdota cuando una pared recién pintada fue rayada con un fibrón por uno de sus nietos, y la sonrisa le ganó a la mueca de enojo. Allá, en la otra esquina del pequeño restaurante donde se cena, está “El Loquillo” César Rubina. Se le ponen los ojos brillosos contando que sus padres, de 87 años ambos, lo esperan “como en el “82 -dice-” cuando en su Uspallata natal el “viejo” adelgazó “como 20 kilos” en el tiempo que su hijo estuvo en Malvinas. Llora, se quiebra. No es que sea débil, tiene en su haber el derribo de tres aviones Harrier y la avería de otros 6 o 7, pero volver sacó a la luz aquello que tuvo guardado.

Afuera, con el teléfono apoyado en el capó de una camioneta mientras ocupa sus manos en cerrarse la campera para que el frío malvinense no penetre, está Stella Maris -hermana del soldado Hugo Agustín Montaño fallecido en la guerra- que habla con un familiar a quien le cuenta que “estoy mejor”. Claro, un día antes lloró en la tumba, abrazada a la cruz y repasando con las yemas de sus dedos el nombre grabado en la lápida, como no pudo hacer en estos 36 años.

La vuelta a las islas los sensibilizó, puso lo más íntimo en carne viva. No es un capricho de este cronista la lectura de escenas tan emotivas tras 8 días intensos en Malvinas. “Este viaje les saca de adentro eso que tenían reprimido”, le explica a Dojorti, Porra, Sabino y Rojo, el psiquiatra que acompaña al grupo, Sebastián Varea, quien por tercera vez acompaña a un grupo de veteranos. Aquella idea de que el tiempo cura, tal vez, encaja con lo que viven estos muchachos, que siendo pibes pelearon como hombres, y que siendo hombres ya “viejos”, como ahora, lloraron como niños cuando subieron a los montes o caminaron entre las tumbas de Darwin.

Son los mismos veteranos que subieron al avión para empezar el viaje y se mostraban firmes, inquebrantables, haciendo alarde de aquello que llaman “conducta” y que aprendieron en los años de la formación militar. Los mismos que en Monte Longdon se abrazaron cuando las sombras de la guerra tomaban vida en los vestigios de combate que yacen sobre la insoportable turba de Malvinas, esa misma que mojó sus borcegos de cuero cocido en el “82. Los mismos que lloraron desconsolados en las tumbas de “sus” muertos en el inmaculado cementerio, el único lugar de las islas donde se puede ser argentino sin que a nadie le moleste.

En los días que duró el viaje, los recuerdos de guerra aparecieron, eran charlas interminables como cuando Rubina y Escalona fueron a la habitación a eso de las 22 y hasta las 3 repasaron los días donde las balas picaban cerca, y no es un eufemismo. Los recuerdos volvieron a ser protagonistas, no había que esconderlos, había que traerlos a las islas. En Malvinas empezó todo, en Malvinas tenía que cerrarse un ciclo. No significa que luego de este viaje la guerra sea un capítulo con hojas amarillas; seguramente será un capítulo ordenado, con principio y final.

La guerra, en sus mentes, estará hasta el último día -dice el psiquiatra-, de eso no tiene dudas nadie. En Malvinas lloraron, recordaron, se rieron, se toparon con aquellos veinteañeros que pelearon por el país, como podían, porque no les sobraba nada, pero que nunca fueron a menos; al contrario, fueron un duro hueso de roer para las tropas inglesas que tenían pesadas batallas en sus espaldas y hasta el día de hoy recuerdan la valentía de los soldados argentinos.

Para muchos de estos veteranos fue como meterlos en una máquina del tiempo, como si al auto de “Volver al Futuro” se le colocara en el teclado el año que cambió sus vidas para siempre: 1982. Como ocurrió en la película, pudieron volver para saldar aquella cuenta pendiente, ordenar el presente y, por qué no, el futuro.