La gente que padecía alguna enfermedad tenía que llevar la primera orina de la mañana hecha en ayunas. Siempre había cola de personas, iban más de 50 diariamente a hacerse atender. Por eso debían ir temprano. Con la luz de la mañana y también de la siesta, si es que a esas horas todavía quedaba gente sin atender, Doña Felipa trabajaba. Se concentraba y mirando el líquido contra el sol, le llegaban a su cabeza visiones de lo que padecía esa persona. “A ella se le venía todo a la mente y empezaba a decir lo que tenía la persona y con qué yuyos se le podía remediar su problema. Algunas veces la enfermedad no tenía solución y ella era muy sincera, les decía lo que les iba a pasar o cómo tenían que cuidarse para alargar la vida”, decía Bety, una de sus nueras. Lo importante también era que les comentaba la causa de sus problemas de salud a los que atendía y muchos se sanaron gracias a eso.

La gente tenía que tomarse el té de los yuyos. Debía hervir las hierbas, esperar que enfriara y luego tomarse el agua. Y después volver si Felipa lo determinaba necesario. La mujer sanadora curó a cientos de personas y no cobraba, sólo recibía una donación que era a simple voluntad.

La “médica de la alfalfa” siempre fue muy creyente de Dios y de la Virgen, hasta tenía una capilla en su propia casa, y decía que ellos le decían qué tenía la gente y qué necesitaba para curarse. Ella rezaba diariamente y agradecía tener el poder que poseía para ayudar a las personas.