La capital administrativa de Brasil es una ciudad sin parangones que no deja de ser un sitio extraño, en el que pese a la amplitud de espacios y parques, el concreto se impone de forma aplastante al ser humano. Medio siglo después de su fundación, la mayoría de sus casi tres millones de habitantes sigue siendo oriunda de otras ciudades del “país continente” que es Brasil, mantiene y hasta mezcla sus propias costumbres, pero esa “simbiosis” aún no fragua y la ciudad no acaba de construir su verdadera identidad. Brasilia es una ciudad sin esquinas ni referencias precisas de orientación, en parte por la monotonía de un paisaje urbano en el que cada edificio parece calcado del anterior. Es una metrópoli planificada, en la que las zonas residenciales casi carecen de comercios, en las áreas comerciales nadie vive, y en las administrativas solamente se trabaja. Las grandes distancias entre unas y otras hacen del automóvil un artículo de primera necesidad y que sus habitantes sean, como dicen muchos brasileños, unos seres de “cabeza, tronco y cuatro ruedas”. Además de diferenciarse de las capitales latinoamericanas por su concepción futurista, propia del modernismo de mediados del siglo pasado, muchas de sus características la diferencian del resto del propio Brasil. Es la capital del “país del fútbol”, pero no tiene un solo equipo en primera división y su único estadio deberá ser reconstruido casi por completo para ser adaptado a las normas de la FIFA y ser una de las subsedes del Mundial de 2014, que se celebrará en Brasil. También es la capital del “país del Carnaval”, pero esas fiestas populares que son una de las tarjetas de presentación de Brasil ante el mundo no son en Brasilia más que un prolongado festivo, que para muchos es la excusa ideal para viajar lejos de la ciudad. Brasilia es además la capital de un país que, en la mayoría de sus postales, exhibe playas paradisíacas pobladas de gente con diminutos trajes de baño, tendidas sobre blancas arenas que contrastan con el azul intenso del océano. Sin embargo, está situada a unos 1.200 Km del litoral atlántico y a 1.200 metros de altura sobre el nivel del mar, lo que no impide que posea la que se considera la tercera mayor flota de embarcaciones deportivas del país. Son alrededor de 12.000 veleros y lanchas que navegan por el lago Paraná, un estanque con una superficie de 42 Km cuadrados construido en forma artificial para atenuar la sequedad del paraje desértico en que se levantó la ciudad, que aun así en ciertas épocas del año presenta niveles de humedad saharianos. Medio siglo después, las cosas no han cambiado mucho y la ciudad que atesora muchos de los mejores proyectos del centenario Niemeyer divide opiniones. Sus críticos la consideran “artificial”, “fría” y “sin alma”, pero sus defensores no cambian por nada la tranquilidad bucólica de una ciudad con los más bajos índices de inseguridad, la mayor renta per cápita y la calidad de vida más alta de Brasil.
