Mire Funes, con usted yo me saqué la lotería. No es que le ande sobando el lomo, sólo le estoy diciendo la verdad. Le cuento. Para seguir marcando las huellas del Libertador, a mí me dieron una mula. Y me indicaron que la bautizara, porque en la cordillera cada uno debe nombrar su animal, como usted bien sabe. Arrancamos bien, bien dada ella, bien seguro yo arriba de ella. Pero el primer día nomás, antes de llegar a Trinchera de Soler, ya se me andaba empacando. Y ni le digo la jornada siguiente: le puedo contar de memoria cada color, cada piedra y cada detalle del Valle de Los Patos Sur, por la cantidad de horas que la mula me hizo estar allí, taconeándola, obligándola, tironeándola y suplicándole, y ella nada. Quieta, más mula que todas. Cómo será, Funes, que faltando varios kilómetros, viene la mula y se me convierte en camello: inclina el morro, me mira de reojo y, en un suspiro, dobla las cuatro patas a la vez y se echa allí mismo, en plena soledad reverberante del valle, con tanto por andar todavía y conmigo encima.
Usted comprenderá, Funes, que mi relación con la mula a la que yo mismo le había puesto nombre cambió radicalmente. Después me di cuenta que la de ella conmigo, también. El martes, llegar al límite con Chile fue un calvario. Yo ya estaba al borde del llanto pero mucho antes que el resto, fijesé, porque en cada frenada estoica de mi mula no había poder que la moviera. Por más que yo me encomendara a todos los santos, a la Difuntita, al Gauchito Gil, al Potro Rodrigo y hasta al Duende de Chimbas, no había caso. La mula no avanzaba. Por suerte, un baqueano del cruce, mi hoy amigo Recabarren, se lo advirtió al gendarme Donofrio: +Hay que cambiarle el ensillado a este hombre. Es muy… grande para esa mula+, dijo, y miraba al animal que respiraba como si fuera la última vez, y miraba mi grosor equivalente.
Fue entonces cuando apareció usted en mi vida, Funes. Qué decirle. Me sacaron la Fiorino y me pusieron el Hummer. Con usted arremetiendo, cabalgando que volaba, me hizo acordar al Tanque Funes, aquel contragolpeador que se devoraba la cancha en el glorioso River de los ochentas. Y cada vez que usted encontraba la huella que yo había perdido, pensaba en Funes el Memorioso, ese prodigio de Borges. Sí, Funes, yo lo bauticé así porque usted es un caballo que merece lo mejor, usted es mi hermano, Funes.
¿Y la mula? Fijesé, cuando estábamos por empezar a subir La Honda, la vi pasar. Desensillada, todo coloradota y brillante como es. Al trotecito suave iba, como alma contenta. Y en cuanto nos pasó cerca, Funes, le quise mandar una mirada de rencor, o de indiferencia, o algo que le picara la conciencia. Pero, lo que son las cosas, no me salió. Y la Hermosa pasó y ni me miró, Funes. Porque así había bautizado yo a mi mula: la Hermosa.

