Caucete es un pueblo generalmente tranquilo. Los cauceteros, en su mayoría, también lo son. Como en toda localidad chica, guste o no, allí todos se conocen aunque sea un poco. Y uno de los lugareños más conocidos es el dueño del quiosquito frente al hospital. Se llama Marcelo y, si bien hace poco más de un año y medio que se hizo cargo del puesto, todos los que pasan por ahí saben su historia. Así que nadie se sorprendió con su decisión.

Su quiosco es pequeño pero sabe complacer las demandas de los que lo frecuentan. Tiene desde bizcochuelo, semitas y café hasta cigarrillos. A las 7 de la mañana ya está abierto y sigue así hasta pasadas las 20. Es el horario adecuado para un puesto que debe abastecer a todos los que van al hospital. Pero esas agotadoras jornadas no son una molestia para su dueño. El problema es otro. Tiene que ver con la agresión que recibe el edificio de su negocio. Algo que desconcierta y llama la atención de la gente de esta tranquila ciudad. Con su campera de lana, jeans gastados y lenguaje sencillo, Marcelo cuenta lo que todos en el lugar ya conocen.

Hace un par de semanas, un domingo a la noche, un auto se estrelló de lleno en una de sus paredes. La pared no sufrió daños pero sí la vereda que la rodea y también una de las persianas del reducido local. Seguro que los conductores venían mamados, dice Marcelo. Esa conclusión fue resultado de lo que vio a la mañana siguiente. Los conductores del auto no chocaron con nadie, sólo perdieron el control y dejaron su auto incrustado en la cuneta del quiosco con la trompa en la pared y el parabrisas, que salió disparado, quedó en la persiana, que por eso ahora no cierra bien. Hasta las hileras de las baldosas de la angosta vereda se corrieron.

Pero ese no fue el único ataque contra la integridad del quiosco. El anterior fue el producto de un accidente, pero todo lo demás fue hecho, sin dudas, con intención. La piedra del marco que rodea una ventana lateral de escasas dimensiones está marcada, erosionada y hasta rota por sectores. Es la evidencia que queda de varios forcejeos con ganzúas que soportó hace unos meses. Todo comenzó en marzo pasado. En el lapso de sólo dos meses fueron tres los intentos de robo. Rompieron candados, intentaron abrir sus ventanas y puertas, sin lograr el objetivo. Ninguno de estos accesos cedió ante la insistencia de los agresores.

Cansado de tanta violencia contra su negocio. Marcelo lo arregló una y otra vez, hasta que se dio por vencido y tomó su decisión.

Apeló entonces a la piedad de sus vecinos agresores.

Y escribió en la puerta, con la esperanza de frenarlos a través de la compasión, su último recurso: "En este kiosco no hay dinero, plata ni joyas, por favor no robarme más".