La sociedad sanjuanina reclamaba nuevos profesionales en una provincia reconstruida que había visto nacer muchos edificios escolares en los últimos años. Por eso 1962 fue un año de celebraciones, más allá de las inestabilidades políticas. Con sólo 11 meses entre una y otra, dos noticias sacudieron el mundo intelectual y pedagógico local.
La primera novedad llegó la fría noche del 8 de junio. Las autoridades de la intervención federal habían estado discutiendo durante horas ese viernes un punto que no cerraba al todo, que era la forma en que pretendía autogobernarse la primera universidad pública que iban a tener todos los sanjuaninos.
El modelo propuesto imitaba los ejemplos más avanzados de la época, que era una asamblea integrada por profesores, alumnos y egresados, que garantizara la pluralidad propia de un ente autárquico y moderno. Ese planteo todavía generaba algunas resistencias, pero el interventor Miguel Pedrozo no quería que las cosas se complicaran más. Ya tenía el dato de que al día siguiente, el sábado por la mañana, sería reemplazado por un nuevo interventor federal, Pedro Avalía. Entonces decidió cerrar su paso por el gobierno con un hecho memorable. Dio por terminada la discusión, se acodó en la mesa gigante de la sala de reuniones y le estampó su firma al decreto que creaba, por fin, la Universidad Popular de San Juan.
Menos de un año después, con Avalía al frente de la provincia, el país ya era una bomba de tiempo durante la presidencia de José María Guido, el radical que había sucedido a Frondizi gracias a una maniobra civil posterior al golpe de 1962 pero que terminó gobernando bajo una fuerte presión militar. Pero los reclamos por una consolidación académica para generar profesionales eran demasiado persistentes.
Por eso el 16 de julio siguiente llegaba la segunda gran noticia. Ese día, los sacerdotes Francisco Manfredi e Ildefonso María Sansierra volvían de Capital Federal con el mejor de los ánimos. El director del Instituto San Buenaventura y el obispo auxiliar de San Juan acababan de arrancarle un compromiso histórico al ministro de Educación de la Nación. En audiencia privada, les anticipó que a lo sumo en dos semanas más saldría el decreto que le daba al instituto el carácter de universidad, para que San Juan tuviera así la quinta universidad católica del país.
A diferencia de la educación superior estatal en la provincia, la religiosa tenía una existencia más aceitada. El San Buenaventura era reconocido por la ‘formación integral del ser humano‘, tal la línea que había impulsado desde siempre el cura académico Manfredi, el visionario fundador de la entidad preuniversitaria en la primera mitad de los ’50, cuando en San Juan recién empezaban a convivir edificios ultramodernos con desvencijadas construcciones de adobe.
El ministro cumplió con su palabra y terminó de crearse la Universidad Católica de Cuyo, que ya funcionaba orgánicamente y tenía una estructura educativa sólida. Ese mismo año, en noviembre, tuvo su primer acto de egresados ya como universidad, en el edificio del colegio El Tránsito de Nuestra Señora.
Distinto fue el destino inmediato de la Universidad Popular de San Juan. Mientras los colegas de la Universidad Nacional de Cuyo (cuya cabeza operaba en Mendoza) conseguían avanzar para la construcción de una residencia estudiantil en Ingeniería, la UPSJ seguía nadando en la burocracia y ni siquiera tenía sede asignada.
Ya a mediados del ’64, tanta demora comenzaba a inquietar. La Escuela de Periodismo Sarmiento, la Escuela Superior de Artes y el Instituto del Magisterio D. F. Sarmiento funcionaban atomizados, dependían del Estado provincial y seguían huérfanos de universidad.
Los sectores educativos empezaron a presionar para que se cumpliera con el decreto que llevaba dos años boyando. DIARIO DE CUYO realizó una fuerte campaña a favor de crear cuanto antes la entidad. Durante casi tres semanas, todos los días escribieron en el diario reconocidos profesionales que destacaban por qué era imperioso contar con una universidad pública netamente sanjuanina. Algunas de las plumas que dejaron su opinión impresa fueron Fernando Mó, Antonia Moncho de Trincado y Rogelio Pérez Olivera. Mientras tanto, más de 7.000 alumnos secundarios no perdían la expectativa de recibir una formación técnica superior.
El reclamo tuvo eco. En agosto de 1964 la Legislatura aprobó la ley 3092, que creaba la Universidad Provincial Domingo Faustino Sarmiento. El gobernador Leopoldo Bravo firmó de inmediato el decreto avalando esa ley. El ingeniero Juan Cámpora fue designado rector y la casa de estudios quedó formalmente inaugurada el 11 de septiembre, en homenaje al Maestro de América.
Lo que siguió fue una larga serie de gestiones para que los títulos que expedía tuvieran validez nacional. Pero eso se concretó casi una década más tarde, cuando una ley firmada por el presidente de facto Agustín Lanusse le dio vida, en 1973, a la actual Universidad Nacional de San Juan, que absorbió las facultades e institutos preuniversitarios provinciales.
EL CAMINO PREVIO
La antesala a semejante germinación académica había sido la puesta a punto de los institutos secundarios más importantes de la provincia, que cobraban más trascendencia aún con la idea de que fueran el trampolín para la formación de profesionales.
La Escuela de Enología, por ejemplo, que era la única estatal con esa orientación en una provincia casi exclusivamente vitivinícola, empezó a recibir nuevas miradas.
Todavía funcionaba en galpones de emergencia post terremoto del ’44 y los alumnos trabajaban hacinados, en condiciones terribles. ‘La bodega es un galponcito con apariencia de ratonera‘, denunciaba un editorial de DIARIO DE CUYO para reclamar mejoras, ya sobre el fin de ciclo lectivo de 1960. La respuesta del gobierno llegó ni bien arrancó el ciclo lectivo 1961, anunciando la instalación de una moderna planta de aceite en el edificio. Tendría maquinarias como lavadora de aceitunas, trituradora de aceitunas, batidora de pasta, distribuidora de pasta y prensa hidráulica, todo un despliegue de tecnología aplicada envidiable para cualquier industria de la época.
Fue también por esos días que se puso en funcionamiento el moderno bloque edilicio para que funcionaran los institutos preuniversitarios. Lo habían construido donde funciona aún hoy, en la manzana de Caseros, Mitre, Aberastain y Santa Fe, en un terreno que había cedido el gobierno a la Universidad de Cuyo.
La obra costó 13,4 millones de pesos y estuvo a cargo de la constructora del ingeniero Hilario Sánchez Rodríguez, un colorido profesional que además jugaba como arquero en San Martín de San Juan, para luego convertirse en presidente del club y finalmente se colocara su nombre al estadio del Verdinegro en la segunda mitad de los ’80.
El objetivo de darle un nuevo edificio a la Escuela Industrial y la Escuela de Comercio era jerarquizarlos, sobre todo porque la primera era insigne por llevar la herencia de la antigua Escuela de Minas que había fundado el propio Sarmiento.
La lista no terminaba ahí. Hubo fuertes reclamos para ampliar el Colegio Nacional, se creó el Bachillerato Humanista Santo Domingo (bajo la órbita del Arzobispado que timoneaba Audino Rodríguez y Olmos) y se elevó a 1,2 millones de pesos el presupuesto anual del Instituto San Buenaventura.
Pero la movida que más pateó el avispero fue el trámite que inició el gobierno en la primavera de 1960. El gobernador Américo García, un jachallero que tenía muy arraigado el valor de la educación por ser hijo de maestros y siempre elogiaba la carrera intelectual (a su gestión se debe que la Policía comenzara a ser academizada), viajó a Buenos Aires con una ambiciosa carpeta bajo el brazo. Una vez allá, le hizo el pedido histórico al Consejo Nacional de Educación: quería que construyeran 40 escuelas en San Juan. Reclamaba el moderno tipo de construcciones prefabricadas que acababan de enviar a Entre Ríos. En la Nación estudiaron las condiciones sanjuaninas y terminaron accediendo al particular pedido de García.
El resto de la década avanzó con profundos cambios educativos más allá de la creación de las universidades, que implicó la aplicación y puesta en debate de métodos de lectura, de escritura y de enseñanza. Pero los criterios y las necesidades terminaban cada vez más atados a los violentos vaivenes políticos. Tras los dos golpes de Estado, de 1962 y 1966, quedó un clima cada vez más enrarecido. Pocos presagiaban lo mucho que recrudecería la violencia política y el terror con el que terminarían conviviendo a partir de los ’70.