Era un salón mediano de baldosas rojas, un mostrador en forma de ele de madera rústica pintado con esmero de color verde claro, no había máquinas electrónicas, sí un cajón en la parte inferior del tablero, donde se guardaba el dinero, con un tarrito bajo para las monedas, más unas cuantas libretas para anotar los fiados y un par de destapadores. La inmensa máquina de cortar fiambre con ese ruidito característico que hacía doler los dientes, una vitrina trizada, dos cilindros exhibidores, una caramelera de vidrio con tapas de metal, detrás la gran heladera marrón de seis puertas, un pequeño lavatorio y las repisas.
La puerta era de doble hoja, en las paredes había un viejo calendario y un par de pósters del Cuyo o Tribuna con alguna formación gloriosa de Peñarol. Mi tío Santiago tenía un bar en calle Chile a pocos metros de la antigua cancha de los bohemios y el tío Juan en la esquina de General Acha y Juan Jufré. Eran pocas mesas, cuadradas ellas con sillas de madera y tejido de mimbre, a las once de la mañana el vermouth era el rey del lugar, platitos con aceitunas, maní y papas fritas, por ahí un buen sandwich de mortadela y queso o tal vez el fiambre cortado en cuadraditos con pan en rebanadas, en algunos también se estilaba un plato con callitos y hasta los domingos empanadas o rabas y cornalitos.
En una mesa del rincón un señor jugaba al solitario acompañado por una botella de Resero, ese que traía la bolsita con un soldadito de troquel y un sifón de soda, un ex diputado que ocupaba la mañana para leer de punta a punta el diario. Pocas veces, por no decir nunca, se veía mujeres, era un lugar para solitarios o estricta juntada de reducido grupo de amigos. Podías acodarte en el mostrador porque había algunos bancos altos con base superior redonda, muchos habitués forjaban algunos negocios desde ahí, haciéndose llamar al teléfono del bar. Por supuesto que no faltaban borracheras memorables, pero todos los clientes eran buena gente; cuando se nos fue mi primo Negrito, uno de esos señores a la hora del pésame dijo "cómo no me llevan a mí que soy un vaso de vino ambulante y no a este pibe que tenía un futuro tan grande".
Se multiplicaban en San Juan esos bares, sobre todo en las cercanías de las canchas de fútbol, yo que me quedé con la boca seca de tanto comer galletitas saladas, me ha llegado la hora de pagar, pues ofrezco lleno de orgullo y felicidad mis servicios a quien los necesite, me conseguí una camisa blanca, un moño negro, una bandeja abollada y una rejilla húmeda del color del tiempo. Por favor, como propina, déjenme un abrazo de corazón.
