La división era clara desde lejos: al este de calle Las Heras, sobre Plaza España, unos 40 puesteros vendían desde cortauñas y pelotas hasta ropa y comidas dulces. Al mismo tiempo, al oeste de la arteria, sobre el Parque de Mayo, no había ni una sola manta con películas extendidas sobre el piso, y todos los vendedores tenían su mercancía prolijamente acomodada en sus autos y sin exponer. Eran los dos grupos en que terminó dividiéndose el colectivo de ambulantes del parque, a quienes les prohibieron continuar con su actividad allí, ya que es ilegal. Lo que dividió las aguas fue que ayer les permitieron vender en Plaza España. Y mientras algunos aceptaron y montaron sus stands, otros se negaron y hasta lo consideraron una traición.

"Yo hoy no tengo que tocar la plaza. Mi orden es hacer el operativo en el parque solamente", decía ayer Raúl Díaz, coordinador de los 10 inspectores municipales de la Capital que fueron al Parque de Mayo, acompañados por la Policía, para impedir cualquier intento de venta ambulante. En consecuencia, el predio presentaba un aspecto inusual para los últimos años: la calle interna, las veredas sobre Libertador y los pasillos del sudoeste estaban prácticamente vacíos.

Los vendedores estaban, pero todos juntos y de pie, a pocos metros del monumento a San Martín, con planillas en las manos. Estaban recaudando firmas para pedirles al intendente Marcelo Lima y al gobernador José Luis Gioja que legalice su actividad y les permita vender medio día los domingos en ese lugar.

Mientras tanto, otro grupo ya estaba asentado en la Plaza España y había desplegado toda su mercadería, dado que, al menos por ayer, les habían garantizado que no les decomisarían nada. Algo que fue confirmado a este diario por los inspectores. Entonces, estos puesteros que habitualmente venden en el parque, cruzaron Las Heras y siguieron con su actividad.

Esa división fue mucho más evidente aún cuando el grupo del parque fue hasta la plaza y se armó la discusión. Los primeros acusaban a los segundos de traicionar la pelea por ser legalizados. Los segundos respondían que no les quedaba otra que trabajar. Y muy pocos, de ambos bandos, gritaban que no debían pelearse, porque así nunca conseguirían un permiso.