Cuando ni siquiera había huellas, ellos ya recorrían las venas abiertas de la Cordillera buscando nuevos accesos y cuidando las tropas que caminaban rumbo a la libertad. Doscientos años después, los arrieros siguen siendo la clave para atravesar las tres cadenas montañosas, esas que le quitaron el sueño al mismísimo San Martín. Cortos de palabras, pero incansables y moviéndose cuando el Sol no se animaba a despuntar, fueron el engranaje fundamental para que poco más de 150 expedicionarios salieran ilesos en la décima edición del Cruce Sanmartiniano. Invisibles para algunos, indispensables para otros, conocedores de memoria de cada pellón, con más de 17 horas diarias de faena, los arrieros se convirtieron en la pieza más importante para que +inexpertos+ cabalgaran por desfiladeros, por senderos angostísimos, con el viento en la cara, las manos ampolladas y haciendo todo lo posible para mantenerse montados sobre el animal. Los arrieros, esos silenciosos espíritus que penetran la Cordillera, se transformaron en el pilar fundamental de la travesía que se realizó entre el 8 y el 14 de febrero pasado.

Luis, que de a ratos trabaja de albañil en su Barreal natal, se paraba con frecuencia sobre una roca para ver desde lo alto, con el caballo al lado y un cigarrillo desgastado entre sus labios. Con el Aconcagua de fondo, este arriero miró a cada expedicionario. Sus ojos se posaron en la montura y en la posición de los jinetes. La clave para no sufrir caídas de la mula fue que estuviera bien cinchada. Con el mejor caballo para que le aguantara, llegó hasta el principio de la columna para luego volver a la retaguardia por senderos alternativos tan peligrosos que sólo pueden ser surcados por estos hombres. "¿Está bien cinchada?", "Creo que se desajustó la montura". No hizo falta más que pronunciar estas frases para que Luis Rubilar o alguno de los 20 arrieros bajaran de su animal para verificar la seguridad de los expedicionarios.

Callados, atentos a cada objeto que se caía o simplemente con la pregunta: "¿Está todo bien?", bastó para que estos hombres, todos barrealinos, formaran parte indispensable de esta travesía, la más numerosa desde que el Gobierno de la Provincia decidiera realizar el Cruce mediante el cual se busca reivindicar que San Martín cruzó por San Juan la cordillera de Los Andes, para luego obtener el triunfo en al batalla de Chacabuco, enfrentamiento clave para la libertad de Argentina, Chile y Perú.

El número de jinetes no fue impedimento para que la columna fuera compacta. Fueron pocos los momentos en que los expedicionarios cabalgaron solos y nadie se quedó atrás. Esto, porque los arrieros estuvieron pendientes. Sin embargo, si bien el engranaje estuvo aceitado, hubo momentos en el que faltó la emoción que año tras año le impregnó el gobernador José Luis Gioja a esta travesía. El "Viva la Patria" subiendo El Espinacito (4.825 metros de altura), o "Vamos carajo", al bajar la temerosa La Honda (4.400 metros de altura), estuvieron ausentes esta vez. "Cómo se extraña el Gober", dijo Monserrat Pineda, de la revista Pronto, de Buenos Aires. Esa fue una de las frases más escuchadas en la travesía. Por eso fue que el punto más emotivo sucedió en el límite con Chile cuando Gioja se comunicó telefónicamente con su hijo Camilo y con el intendente Marcelo Lima, que este año se puso al hombro la expedición Sanmartiniana.

En medio de todo esto estuvieron los hombres que no se hicieron escuchar. Callados, con fogatas, pedazos de carpas para protegerse de la lluvia, abrigados con pellones y rodeados del aroma del asado nocturno.

Cuando el Sol ni siquiera amagaba con despuntar, ellos ya estaban corriendo por el valle Los Patos Sur (2.900 metros), o por el refugio Las Frías (3.600 metros), para atrapar las mulas, ensillarlas y tenerlas listas para que los expedicionarios, luego de haber desayunado, se prestaran a montar y a enfrentar travesías diarias de no menos de 8 horas. Un poco psicólogos, cuando los "jinetes" entraban en pánico, un poco niñeros, a la hora de enseñar a subir o bajar del animal, los arrieros no dudaron en decir: "estamos para cuidarlos, para que no les pase nada".

"Son seres invisibles que la mayoría de la sociedad no tiene en cuenta, pero son el motor, los que hacen posible que esto suceda. Están parados, atentos, comen de pie. Siembre de guardia", dijo Eduardo San Román, el médico que atendió a Gioja en su estadía en Buenos Aires. Este hombre, nacido en un conventillo de La Boca, rescató el accionar de los arrieros como algo destacable del cruce y fue lo que más le llamó la atención.

Sin mostrar cansancio, con rostros quemados por el Sol y agrietados por el frío, parecían no tener edad definida. En manga de camisa cuando la temperatura rondaba los bajo cero, se reconocían a lo lejos por sus sombreros o boinas. Tras seis días de travesía, de dolores de cabeza, paspaduras, ojos enrojecidos y algunos golpes en su haber, los expedicionarios retornaron a las verdes pasturas de Manantiales, donde fue el punto de partida. Allí, al final de la expedición, los arrieros empezaron a tomar forma y a protagonizar el relato de más de un expedicionario agradecido.