Unos lloraban, otros apretaban los puños contra el pecho, otros gritaban. Iban y venían, balbuceaban, dejaban un arcoiris agrisado en los veredines. Cada uno se arrancaba la angustia a jirones como podía por la noticia del compañero muerto. El compañerito. El pibe de 24 años que jamás había aprendido a hablar, que apenas si sabía lavarse la cabeza o tomar los cubiertos, pero que ahí, entre los demás, estaba por fin en medio de lo que más se parecía a una familia. Ricardo Mondaca, uno de los cinco hermanos discapacitados encontrados en pleno estado de abandono en un rancho de Albardón hace 13 años, había muerto en el Hogar Huarpes. Pero había tres compañeros que no lloraban, que veían el duelo bailarles alrededor sin entender lo que pasaba.
Eran sus propios hermanos.
Fabián, Jorge y Juan Mondaca miraban hace apenas dos semanas el revuelo. Pero no comprendían que todo eso era la muerte de su hermano menor Ricardo, a quien la deficiencia genética, la desnutrición prematura y muchos otros factores médicos lo habían vencido igual que al más chico de los Mondaca, Roberto, quien murió hace 7 años, cuando tenía 15. Los jóvenes, limpios, sonrientes, protegidos como nunca antes, hoy viven inmersos en un espectro autista que los inmuniza contra el sentido de pérdida fraternal. Pero que, al mismo tiempo, apenas les permite aprender a lavarse la cabeza, hacer sus necesidades en el inodoro o participar en algunos de los talleres del hogar. Sin pasado, porque no lo recuerdan. Sin futuro, porque no lo imaginan.
Sólo con presente. Al día, como un náufrago.
"Miá", grita Fabián mientras arremete a los empellones en la galería del Huarpes. Llega hasta el cronista de este diario y le muestra el trofeo: el cordón de su zapatilla, recién atado. Es algo que no puede hacer por sí mismo y en lo que apenas participa. Pero es mucho. Cuando llegó al hogar, igual que sus hermanos, defecaba donde estuviera parado y metía toda la cara en el plato para comer. Abandonado por sus padres cuando aún no cumplía 21 años, portador del síndrome genético conocido como "x frágil" y víctima de convulsiones constantes, de inmediato vieron que tenía los días contados. Pero ya tiene 34 años. Y aunque su cuerpo diminuto delata la enfermedad que trae desde su gestación, va y viene sonriendo, y llama con gestos a sus compañeros para la foto.
"Fabián es muy selectivo con la ropa, hace berrinches si no tiene a mano lo que le gusta. Sabe vestirse, pero no puede atar ni abrochar. Y no maneja ninguna palabra. Solamente cuando le duele algo, le escucho que anda diciendo despacito put… madre, put… madre", revela Alberto Ortiz, director médico del Huarpes.
Los Mondaca pasan sus horas con los más de dos centenares de internos, casi todos ambulatorios. Adentro son asistidos de forma personalizada, con tareas de rehabilitación permanente y participación en talleres de laborterapia. Todo lo que reciben se les ve en los gestos: abrazan, quieren, toman la mano del médico para caminar. Y aprenden cosas pequeñas para los demás, enormes para ellos: ir al baño es un hábito que les llevó un año adquirir. Pero su vida, aún con los cuidados extremos que reciben, es una lotería.
La gravedad de su mal neurológico es una bomba de tiempo.
Por eso cada logro es una fiesta. Jorge Mondaca es el hermano al que más se le nota: adentro del Huarpes, aprendió a andar en bicicleta. Tiene 32 años y hace dos días participó en las Olimpiadas Especiales que hubo en el velódromo Vicente Chancay, del estadio abierto del Parque de Mayo. La base de su evolución está en la imitación de sus compañeros. "En el contacto con los otros, imitan ciertos comportamientos adecuados, como lavarse las manos y ubicarse a la mesa", explica la directora del lugar, Silvia Verdeguer.
Juan es el más joven de los Mondaca que aún viven. Tiene 28 años y fisionomía de un adolescente encorvado. Le faltan algunos dientes delanteros y suele esconder la mirada tras un par de cejas bien tupidas. El patio de juegos es su imán. Se trepa al tacho que hace de caballito, da unos brincos y vuela hasta un banco de madera. Le escapa a las fotos. Encoge los hombros y prefiere mezclarse con los demás. Comparte habitación con Jorge y, como sus hermanos, debe ser bañado y limpiado cuando va al baño. Y si come bife o milanesas, le dan todo cortado. No le dejan usar cuchillo, terminaría todo lastimado.
Aunque el síndrome de los hermanos los vuelve sumamente vulnerables, hay una hipótesis fácil de construir: si no hubieran sido rescatados del rancho donde estaban encerrados con candado, sin ver a nadie y casi sin comer, no habrían vivido todo este tiempo. En el Huarpes reciben a diario atención, herramientas y estímulo. Y aunque los directivos saben que la posibilidad de aprendizaje de los Mondaca es limitadísima, los guían para elaborar humus, para hacer papel reciclado, y sobre todo para que den pasos que en su vida anterior, aislados y abandonados, habían sido totalmente imposibles.

