“Al artesano debe San Juan mil adelantos”, escribía en 1872 Rafael S. Igarzábal en su “La provincia de San Juan en la Exposición de Córdoba, Geografía y Estadística”. Y esta contundente observación se basaba en el papel que cumplieron aquellos hombres y mujeres que construían con sus manos y gran ingenio, numerosos elementos de uso básico en la sociedad colonial y bien avanzada la época Patria. Por ello, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, al artesano se lo consideraba “la palanca poderosa que tiene San Juan para el desarrollo de sus facultades intelectuales”. Es más, como en el resto del país, su labor permitía afianzar el incipiente desarrollo de la producción nacional, “constituyendo un servicio cada vez más necesario para la población”, según Manfred Kossok (“El Virreynato del Río de la Plata. Su estructura económico-social”). Todo aquel que se iniciaba en algún emprendimiento personal, pequeñas fábricas, gastronomía, comercios o labores agrícolas debía acudir inevitablemente al artesano para que le construyera herramientas, mesas, sillas, estantes, bordelesas y vasijas varias, en el caso de la entonces naciente industria vitivinícola. Con la evolución de las tecnologías, poco a poco fue desapareciendo esa dependencia. Hasta llegar a hoy cuando el artesano sigue siendo una referencia indudable de lo autóctono, de tradiciones seculares, en síntesis de parte de ese patrimonio intangible que se transmite de generación en generación y que nos permite mantener el cordón umbilical con nuestros ancestros.

Por Luis Eduardo Meglioli