Un silencio de ultratumba reinaba en el recinto. Nadie hubiera adivinado que allí adentro había tantas personas si no fuera porque, luego de una visita a su interior, se veía la gran cantidad de mesas, relojes, tableros y jugadores. Todos hablando en tono bajo o en total silencio y concentrados al extremo, los ajedrecistas participaban de un torneo en la ex Estación San Martín, haciendo sus jugadas, anotando cada movimiento y presionando sus relojes.
La mayoría de los que estaban en el lugar coincidían en que es una ciencia, aunque también opinaban que es un deporte, pero jamás dirían que el ajedrez se trata de un simple juego de mesa. Es que para todos, tanto los nuevos como los viejos jugadores, practicarlo es un arte y se empeñaban en demostrarlo con sus mentes, a través de jugadas muy meditadas, y con los movimientos de sus cuerpos, que demostraban una clara combinación de nerviosismo, ansiedad y espíritu competitivo.
Con los ceños fruncidos de tanta concentración, los jugadores ocuparon las salas y el hall del Centro Cultural. Y, muy contrario a la creencia de que se trata de una actividad practicada frecuentemente por adultos, la mitad de los jugadores eran niños y jóvenes. Sentados uno junto al otro, ocupaban los mesones sin estorbarse y ni siquiera mirarse. El único foco de atención estaba al centro de la mesa y era el tablero bicolor y las 32 piezas del juego.
La reñida competencia tenía un máximo de dos horas por juego, una para cada competidor. Y entre las miradas desafiantes que se dirigía cada pareja, se iban definiendo las jugadas. El resultado, en este caso, no dependía del jaque mate sino que sólo bastaba con definir cuál de los dos había hecho la mejor jugada o si se trataba de un empate, explicaban los entendidos mientras anotaban con seriedad sus movidas en planillas y marcaban su tiempo.

