Caer al vacío desde tres mil metros de altura es diferente a lo que imaginaba. Sentía el ruido del aire que golpea fuerte. Pero a pesar de estar cayendo, parecía que mi cuerpo estaba en suspensión. Fue como si pudiera flotar en el aire, como si no existiera la gravedad. De golpe un fuerte tirón. El silencio absoluto invadió todo. Apareció la calma y pude disfrutar de un cantidad enorme de gamas de verdes y marrones que recubren la tierra. Pero, cuando logré hallar la calma, luego de la adrenalina, la tierra comenzó a acercarse, para recordarme que los seres humanos no podemos volar. Y que sólo podemos disfrutar de ese momento, suspendidos con un paracaídas.
Tirarme en paracaídas por primera vez fue difícil, pero inolvidable. Los nervios crecían a medida que el instructor explicaba cómo sería el lanzamiento y cuál debía ser la postura correcta de mi cuerpo para que todo saliera como estaba planeado. Pero a medida que se acercaba el momento de subir al avión, y todos los que estaban en el aeródromo nos deseaban "buen salto", esos nervios fueron invadidos por la emoción.
Antes de alcanzar la altura necesaria, el avión recorrió los cielos por unos 20 minutos. Todo se veía pequeño al llegar a los mil metros de altura. La ciudad parecía un mapa con sus calles perfectamente dibujadas. Al subir la imagen se hizo cada vez más borrosa y la temperatura descendió tanto que nos hacía temblar.
Al llegar a los tres mil metros, el instructor buscó el punto justo para la caída y comenzó el momento crítico. Con un pie en la rueda del avión y otro en un estribo. Aferrada por un arnés al paracaidista, esperaba el momento del descenso. No había vuelta atrás.
De golpe saltamos a la nada y a partir de ese momento fue imposible razonar. Flotando en el aire no podía controlar mis movimientos. El instructor colocaba mis piernas y brazos como estaba planeado, porque yo había olvidado todo lo que me había dicho. Es que durante la caída la emoción y la adrenalina fueron tan fuertes, que hasta grité sin darme cuenta. Ni siquiera percibí la presión que el aire producía sobre mi cuerpo y hacía que mi cara se moviera con fuerza. Aunque sí podía escuchar su sonido.
Sin notarlo estábamos cada vez más cerca de la tierra. De golpe el instructor abrió el paracaídas y el ruido desapareció como por arte de magia. Comenzó a sentirse el descenso y pudimos disfrutar del paisaje. Vimos los árboles, las casas, las piletas de los patios. Y, a medida que bajábamos, parecía que los autos de las calles se movían cada vez más rápido. Unos metros más abajo comencé a ver todo demasiado cerca. Parecía que en sólo pocos segundos llegaríamos a tierra y sería inevitable que nos estrelláramos. Pero el paracaidista piloteó la enorme tela que impidió la caída y todo volvió a su curso.
Era el momento de prepararse para volver a tocar suelo firme. Pero, por la baja presión de aire, el aterrizaje se complicó. Y al tocar tierra el instructor y yo caímos lentamente. El golpe solo provocó risas y el recuerdo de la emoción y la adrenalina vividos me hicieron sentir ganas de tirarme una vez más.

