Tres días después de la muerte de Rubén Avellaneda, la Policía detuvo a tres sospechosos y secuestraron una pistola 9 milímetros que podía ser la utilizada en el asesinato. En la Policía llegaron a afirmar que era el arma homicida; es más, una pericia dentro de la fuerza señaló que el proyectil que dio muerte al puestero pertenecía a esa pistola. Al tiempo, en base a ese informe, un juez del Cuarto Juzgado de Instrucción procesó por robo seguido de muerte a uno de los imputados, identificado como Miguel Salinas, a la vez que otros dos despegaron.

Sin embargo, en agosto de ese año, todo quedó en la nada. Una segunda pericia, a cargo de expertos de Gendarmería, demostró que el plomo extraído del cuerpo de Rubén Avellaneda no provenía de esa pistola secuestrada y atribuida al sospechoso. Fue un duro revés para la causa y también para la familia de la víctima, dado que al juez no le quedó otra que revocar el procesamiento y liberar a Salinas por falta de pruebas. La causa entonces quedó en foja cero y con la sospecha de que en la Policía plantaron pruebas para culpar a Salinas del crimen, a través de esa pistola secuestrada, y así calmar las sucesivas protestas.