Es temprano. Con la puerta abierta de par en par, Aurora, la anciana que se hizo conocida porque se cayó el rancho donde vivía y se salvó milagrosamente de morir aplastada, acomoda la silla para que le dé el sol en los pies, mientras saca la pava del fuego y ceba el primer mate. "¿Vieron qué linda está mi casa? Es toda nuevita", dice. Las paredes, blanquísimas, hacen juego con los muebles nuevos, la cocina y hasta el calefón que se colocó para que pueda tener agua caliente. Tal es la nueva casa de Aurora Montiveros, un módulo habitacional que levantaron en forma conjunta el Ministerio de Desarrollo Humano y la Municipalidad de Angaco en el mismo lugar donde ella vivió toda su vida. Formado por una cocina comedor, dos dormitorios y baño, el nuevo hogar de la abuela tiene todo lo que hace falta para vivir cómoda y confortable, aunque haga frío o calor.
Sobre la mesa, una frutera con naranjas y bananas tienta con sus colores y Aurora se apura a correr hacia afuera a un gato negro y blanco que, irreverente, se echó sobre los pies del fotógrafo. "¡Pobrecito, parece que extrañaba! ¿Qué habrá comido todos estos días que yo no estuve aquí?", se pregunta Aurora. Es que durante casi un mes, tuvo que irse a la casa de su hermana, que queda cerca del cementerio de Angaco, porque después de una seguidilla de días de lluvia, el techo de su rancho se derrumbó y el lugar quedó inhabitable. Por milagro, Aurora esa noche había decidido sacar un catre a la galería, para mitigar un poco el calor, y por eso el techo no la aplastó. Lo que sí quedó irreconocible fue la añosa cama que compró con su marido (ya fallecido), los demás muebles, su ropa y hasta los remedios que toma.
Pero pese a que la casa quedó prácticamente en el suelo, Aurora no se quería ir. Con sus 86 años a cuestas y la sola compañía de su hermano Félix, ella quería quedarse en ese pedazo de tierra ubicado en la villa Sefair que heredó de sus padres y en el que vivió con su marido y su hijo, que también murió. Si no fuera por los vecinos, que la ayudaron cuando el techo se cayó dejándola en la calle, le habría ganado la tristeza. La precariedad en que quedó la vivienda hacía pensar que no había nada que se pudiera salvar y dada la situación de Aurora y su hermano, ambos adultos mayores, la ayuda tenía que venir de afuera.
"Lo que más me gusta es que me hicieron un puente. Y que pusieron piedritas afuera, eso me gusta. Y que vinieron todos los vecinos cuando me trajeron de la casa de mi hermana. Hasta me dijeron que me van ayudar a hacer una ramada y un horno de barro en el fondo", cuenta, casi sin respirar de la emoción. Apoyada en una de las paredes, la bicicleta amarilla que era de su hijo es una de las pocas cosas que se salvó del derrumbe. "Yo trabajé toda la vida -dice Aurora- y me las arreglo con la jubilación, porque no me gusta pedir. Pero si no hubiera sido por tanta gente buena, ahora no sé dónde estaría".