‘¿Querés una foto en el lugar donde más tiempo paso?’, repregunta, casi que desafía, el obispo Lozano mientras apura el mate con tortitas. ‘Bueno, dale, entonces vamos al auto’. No es un chiste. El Renault Symbol modelo 2012 del arzobispado y que maneja monseñor tiene hojas de diario tapando las alfombras por la cantidad de barro que le entra. Es el segundo hogar de Lozano. Por mes, le agrega unos 5.000 kilómetros de rodaje. Casi lo mismo que recorrer la Argentina de punta a punta, de Ushuaia a La Quiaca.

Al volante del Renault gris, Lozano se convierte en el improvisado guía turístico del periodista y la fotógrafa de DIARIO DE CUYO, pasajeros suyos durante casi tres días. Usa mucho el freno y el rebaje de velocidades: una cuadra gualeguaychense es media cuadra sanjuanina. Es otra cosa que tendrá que aprender.

El religioso-chofer emprende un tour por afuera del casco más urbano. Se mete en los barrios complicados y lo llenan de saludos. Pasa por las instituciones educativas y las solidarias ligadas a la Iglesia y deja ver cuánto le importa la educación formal para mejorar vidas. Señala el célebre corsódromo y ríe con los comentarios. ‘Es un poco polémico eso’, sentencia, escueto, cuando se le pregunta por las comparsas y el toletole y la resaca que dejan enero y febrero en su ciudad.

El obispo deja encendida, muy bajito, la radio en el coche. Conoce todos los rincones. El río, el puente que los asambleistas cortaban protestando contra las papeleras, las villas más enlodadas e impenetrables. ‘Allí -señala una callecita que parece impasable a pie- no podíamos armar los encuentros familiares que empezamos a hacer porque si dejan sus casas vacías, entran y les roban todo’. Pero como trabajar en equipo es algo en lo que Lozano puede volverse muy persistente, llegaron a un acuerdo. Algunos se quedan en la casa a cuidar, otros van a las reuniones populares, y se turnan para que nadie se quede afuera.

El auto entra por una calle toda enlodada por la lluvia que lleva dos días cayendo sin parar. Estaciona a mitad de cuadra, avanzar más sería patinar y quedarse ahí nomás. A ambos lados hay viviendas humildes, algunos alambrados remendados con nailon, fachadas carcomidas por el musgo y la humedad. A cincuenta metros está el Hogar de Cristo. Hay que chapotear para llegar. ‘¿Van bien?’, pregunta el obispo, que avanza como topadora hundiendo los zapatos negros y seguido a los saltitos por el equipo de este diario.

Adentro del Hogar, cruza en presentaciones a sanjuaninos y gualeguaychenses, ofrece libertad absoluta para hacer notas y preguntársele lo que sea a quien sea, y se pone recio con una sola cosa: ‘¿¡Y las tortas fritas!?’.

Tras la visita, monseñor almuerza en el obispado, duerme una siesta corta y sale a caminar. La lluvia y el viento heladísimos achican a cualquier valiente, pero él va, ovilladito y tranquilo, avanzando por el increíble paisaje de la Costanera. Poco después, de vuelta en el centro, vuelven todos al Renault y el paso frente al templo más importante de la ciudad le dispara la frase que por fin desnuda lo que, muy íntimamente, está sintiendo por estos días: ‘¿Viste qué bonita la Catedral? La tenemos que terminar de arreglar. Bueno la tendrá que terminar el nuevo obispo. Y yo voy a tener que acostumbrarme a eso’.