En 1931, el interventor nacional interino, Orestes Origone, dispuso que a partir del 10 de agosto de ese año era obligatoria la persecución y matanza de roedores (ratas, cuises y ratones) no sólo por parte de las autoridades sino también por parte de la población. Tal resolución obedeció a que comprobaron "la existencia de la peste dentro del territorio". Por ello, argumentaron que "es imprescindible la adopción de las más severas medidas para combatir el vehículo portador de esa y otras enfermedades". Los ciudadanos debían denunciar la aparición de grandes cantidades de roedores, al igual que si los encontraban muertos.