"Retrasada". "Tontito"."Gorda". Los calificativos son innumerables. Día a día. Risas burlonas, zancadillas, estuches rotos o papeles pegados a la espalda. “¡Infectado el que le toqueeeee!”, jugaban los compañeros en el recreo a costa de un niño de nueve años hace tres meses. Juan era el virus, siempre, sin rotación, y eso significaba que no se le podía rozar, había que aislarlo, atacarlo, machacarlo.
Lola, de 14 años, intentaba disimular pasividad en otro colegio, en otro recreo, posiblemente a la misma hora: “Me da igual no tener amigos”. Hoy, con el confinamiento, los insultos, las risas y los golpes han pasado de fase: del acoso en clase a la tranquilidad de casa. La cuarentena como medicina. El aislamiento se ha convertido para algunos chicos que sufren bullying en un paraíso, un refugio, una quimera. La felicidad de sobrevivir sin ansiedad en un mundo que se ha dado la vuelta.
“Los niños que sufren bullying arrastran consecuencias psicológicas durante el curso, duermen mal, tienen pesadillas y ahora tienen miedo a volver a clase”, explica en Madrid Diana Díaz, de la fundación de Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo (ANAR).
Díaz revela que el problema sigue ahí, latente, y lo comprueba con los contactos que siguen recibiendo sobre el estado emocional de los niños. “El 3% de nuestras consultas ahora es sobre ciberbullying. En el período escolar es un amplificador del bullying presencial. Ahora sobre todo se da cuando son cuestiones relacionadas con el centro escolar”. El curso pasado, la Comunidad de Madrid realizó 596 intervenciones “para mejorar la convivencia en los centros educativos”.
Lola no se llama Lola y Juan tampoco es Juan. Sus familias prefieren guardar su intimidad. Pero los dos forman parte de esa infancia que con el encierro han encontrado un salvavidas.
Ella recibió hace un par de semanas una videollamada a cuatro de tres compañeras de clase. Era raro. “¿Nuevas amigas?”. Durante toda la cuarentena nadie se había puesto en contacto con ella. Tampoco lo han hecho después. Ese día solo querían burlarse. “No me hacen caso, pero me da igual”, repite ahora en el salón de su casa, nerviosa ante cualquier visita, ansiosa por captar la mínima atención.