Debajo de un fortín de cañas, se descubre una casa de material. Detrás de la puerta pintada de verde, tan llena de graffitis que parece un pupitre de escuela, sale Don Antonio Gálvez, medio desconfiado, y saca el candado para dejar pasar al almacén. Adentro, una cocina con ollas de cáscara negra, enfrente un viejo mostrador, con unas zanahorias y un pedazo de zapallo en un costado y en el otro, una antigua balanza. Detrás, una alacena con unos poquitos frascos y muchos rollos de papel higiénico. Cuando le preguntan de la villa, se agarra la cara con una mano colorada de frío y llora.

Hace justo 5 años que Don Antonio vive en una casa del barrio San Francisco II cerca de Díaz y Benavídez, en Chimbas, que le dio el Gobierno en el estreno del plan de erradicación de villas. Pero él extraña la vida del rancho porque dice que en la santaluceña villa La Paloma era el almacenero de todos, los villeros y los no villeros, y le iba más o menos bien con las ventas.

En su nueva casa de material tiene un techo caliente donde pasar el invierno pero si fuera por él, volvería para atrás. Al fin y al cabo, pasó 50 de sus 70 años en el asentamiento, que en Santa Lucía era conocido por los vecinos y no le tenían miedo, analiza. En el barrio San Francisco II, en Chimbas, no se acerca nadie a tocarle la puerta que no sea un ex vecino, comprando un puñado de fideos sueltos, asegura.

Recorre la casita de dos habitaciones muy distinta a su ex casa, de adobe y palo, que lo cobijó más de la mitad de su vida en la calle San Lorenzo casi Colón. Muestra los ambientes, apenas alumbrados con una luz amarillenta, un baño con inodoro percudido y una pieza con una cama desarmada, rodeada de cajas y un cordel atravesando el dormitorio improvisando un tendal de ropa húmeda.

Cuenta que vive con su hijo de 12 y un chico de 11 que él crió, hijo de su ex cuñada que "se lo dio", porque en la villa él le daba al niño de comer y lo mandaba al colegio. Y que no tiene nada más que esas paredes de ladrillos, que ni ropa tiene para ellos porque no cuenta con más que una jubilación de 590 pesos y las monedas que ingresan al negocio.

A dos cuadras de Don Antonio, vive Juan Carlos Quiroga (53), con su mujer Rosa Manrique (52). Cuando les tocó la erradicación de villa llevaban 20 años viviendo en La Paloma. Ellos comparten techo con 4 de sus 12 hijos. Una de ellos, Alejandra, trajo a vivir en la casa nueva a su esposo y 4 hijos de Mendoza, donde estaban cuando arrancó el plan y no les tocó. En la esquina, contrasta un rancho de adobe, que dicen, será su casita, porque la unión vecinal les cedió el terreno para armarla ahí. Los Quiroga son unos de los pocos que hicieron ampliaciones, una para adelante y otra para el costado. En la mitad del salón, vive Alejandra con su familia. En la otra mitad está la cocina. "Me costó acostumbrarme. Estuve un año cocinando con fuego en el fondo. Mis hijos me decían que tenía que decidirme a usar las hornallas", dice Rosa y remarca que a su familia le cambió la vida para mejor.

La casita está pintada de verde y ya compraron pintura para arreglar adentro. Cuentan que los primeros dos años el barrio se vio casi igual que como lo habían entregado. La mayoría logró hacer las medianeras, con alambres o cañizos. "Compramos, porque no nos dejaron traer nada de allá, yo tenía unos palos nuevos y los tuve que dejar. La gente de otras villas venía a llevarse las cosas que dejamos", apunta Rosa. Y recuerda que cuando la topadora le tiró el rancho le salieron los lagrimones.

El día de la mudanza llovía y su familia descubrió lo que era un baño caliente. Por años habían usado el baño comunitario de la villa. "Vimos lo que era tener puerta, allá había que hacer cola y uno se quedaba cuidando la puerta". También descubrieron el agua potable dejando atrás el surtidor que usaba la mayoría de los habitantes de La Paloma.

"Acá la gente sigue siendo igual que siempre: pobre", lanza Juan Carlos. Yo hago changas pero a mi edad no me toman de ningún lado". Viven con la pensión de más de 7 hijos. "Acá la gente no consigue trabajo", remarca. Como otros tantos, intentaron poner un negocio, un kiosco en la ampliación de adelante, pero no les fue bien porque, como dice Don Gálvez, allí solo llegan a comprar los del barrio y no tienen un peso.

Al lado de los Quiroga vive Carlos Olmos con sus 4 hijos y su señora y dice que está contento con su casa. Un grupito de chicos lo acompaña, con capuchas y tapados hasta la nariz, mientras él construye la ampliación con la ayuda de unos muchachitos. No tiene más de 40 años, y su hija menor cumple años hoy. Se acuerdan que el gobernador le prometió una torta el día de la erradicación y se ríen mientras dicen que todavía lo están esperando.

Un chiquito amigo de la cumpleañera, Marcos (12) analiza que extraña la villa, porque en Santa Lucía los conocían porque el asentamiento estaba desde siempre y les daban changuitas. En su nuevo barrio, dice, se siente más discriminado que antes, porque ahora son los villeros. Asegura que cuando va al barrio Los Tamarindos aparece la Policía porque los vecinos "son buchones". Sabrina, la cumpleañera, asiente con la cabeza: "A mí al principio me decían palomera en la escuela y me trataban mal". "Hasta la maestra la discriminaba", acota su padre. Tanto los Quiroga como los Olmos aseguran que muchos de los chicos del barrio, más de 200, perdieron el año cuando los trasladaron porque repitieron, porque influyó que no los aceptaran, pero que ahora el trato mejoró bastante.

A la placita de enfrente de los Quiroga y los Olmos "los niños la han hecho tira", cuenta Rosa. Allí se ven resabios de fogatas al lado de los banquitos y ni una planta. "Acá el municipio ni se acuerda", se queja Juan Carlos. ¿Cuidan la casa? Rosa responde que sí, como oro, pero algunos no, que uno de los vecinos, cartonero, logró traer su caballo al fondo de la casa, pero "porque da a un descampado" y que por ahí hay gente que hace fuego adentro. ¿Pagan la cuota social IPV de 40 pesos mensuales? Gálvez asegura deber dos meses. Los Quiroga y los Olmos reconocen que no.