Desde su mismo nacimiento, la prensa intentó ser controlada. Es el platónico mundo de las ideas que pasó a estar inscripto en un papel y aun en nuestros días, con el imparable avance de los medios electrónicos primero y cibernéticos luego, hay quienes con alguna ingenuidad carente de sentido práctico intentan someter. Se cree, con acierto, que la prensa es una parte fundamental del poder pero a veces no se entiende que ese poder se pierde desde el mismo momento en que se lo intenta controlar. A veces puede demandar tiempo, pero la libertad se impone tanto como la vida misma.
Es por eso que un cimiento del periodismo consiste en la imprevisibilidad. Cuando un medio o un periodista se pega a una vereda pierde el capital más difícil de conseguir y que se provee desde afuera: la credibilidad. Lo otro pasa a ser simplemente militancia partidaria.
En la historia contemporánea, tal como lo refirió la Sociedad Interamericana de Prensa unos años atrás, se han desarrollado medios cada vez más sofisticados de censura. No ya al estilo brutal y absurdo de nombrar a un censor oficial como supo ocurrir en nuestro país para los medios y el arte sino de una manera mucho menos notable. Por ejemplo, tratando de exigir al periodismo un grado de precisión que no logran por años los expedientes judiciales. El más perjudicado con el ataque de debilitarlo mediante sucesivas demandas por dinero es el periodismo gráfico. Esto crea a las empresas un costo contingente difícil de calcular con sus evidentes consecuencias financieras.
Pero en nuestro país no se buscaron estos caminos tortuosos. Una buena parte de la clase política, porque es verdad que no votó sólo el oficialismo, ha pretendido aprovechar una composición circunstancial de la sociedad para diluir la influencia de los medios independientes mediante el dictado de una ley. En estas semanas se vuelve a discutir el alcance y mérito de esa norma pergeñada con la exclusiva voluntad de atacar a medios opositores y de empequeñecer su poder de fuego disgregando la palabra en miles de voces. Suena simpático y hasta atractivo, pero el sistema ideado tiene una trampa implícita. No puede existir periodismo de Cuarto Poder, que equilibre el sistema republicano con medios chicos. Una garantía, no la única de sostén de la libertad es la existencia de medios con potencia suficiente para enfrentar el tamaño cada vez más creciente del Estado. Un Estado omnipotente, más con la convicción del populismo de que todo se justifica con la mayoría de votos, debe tener enfrente algo de un tamaño similar.
Así se observa en todo el mundo desarrollado, donde los gobiernos temen y respetan a los periodistas y a los medios. Una filtración inmensa como la de Wikileaks no hubiera tenido destino sin la valentía de un medio que se atrevió a desnudar el cinismo del poder en la tapa de un diario. Nuestro país necesita, como todos, tener medios fuertes y grandes y, sí, evitar que los peces grandes se coman a los chicos garantizando una convivencia entre el interés local y los grandes temas. Cada uno en lo suyo con la presencia del mayor censor que existe, el público. Para mayor diversidad, está el desarrollo exponencial de las redes sociales, pero ese es también un muestrario de irresponsabilidades que manda a cada persona al imprescindible filtro. Es por eso que, los medios establecidos en cada lugar, poseedores de personal capacitado y guiado por un editor responsable, publican hechos con menos inmediatez pero mayor confiabilidad.
La ley de medios, escrita con una intención clara y aplicada con la previsible parcialidad debe ser revisada o directamente anulada junto con todos los organismos que derivaron de ella. Hemos llegado al borde del abismo pero no nos hundimos. La democracia y la república necesitan la independencia de los medios.

