En casi treinta años de democracia los argentinos hemos vivido cambios económicos, políticos y sociales tan profundos que nos obligan a identificar tres “momentos” en nuestra historia reciente que han tenido casi una década de extensión cada uno.
El primer momento, el de los ochenta (1983-1989), estuvo caracterizado por los constantes llamados del oficialismo a defender la democracia, por el juicio a las Juntas y por la hiperinflación que aceleró el final de la etapa.
La década del noventa (1989-1999) fue la del momento neoliberal propuesto por Carlos Menem y determinado por la Ley de Convertibilidad, la reestructuración del Estado a partir de la privatización del sector público y la reforma constitucional que le permitió al riojano ser reelecto. En lo internacional fue el inicio de la Globalización y de la hegemonía estadounidense.
Finalmente tenemos la primera década del siglo XXI, cuyo comienzo estuvo marcado por el conflicto, en nuestro país por el abrupto final de Fernando de la Rúa, mientras que en lo externo se produjo el hecho que marcaría ese 2001, la caída de las torres gemelas del ‘World Trade Center‘.
Esto supuso el desarrollo de una nueva era en las relaciones internacionales con la imposición, por parte de EEUU, de la doctrina de la ‘guerra preventiva‘ y con ello las invasiones a Afganistán, en 2001, y a Irak, en 2003, año en el que se inició una nueva etapa en la historia argentina con el ‘kirchnerismo‘.
La Argentina tiene en los Kirchner un nuevo paradigma que se respalda en el mejor panorama internacional para nuestra economía desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Es el tan mentado viento de cola que citan los economistas advirtiendo la necesidad que nuevas potencias, como China y Brasil, tienen por determinados productos nuestros. Eso nos ha permitido capitalizarnos lo suficiente como para salir de la crisis y para que el oficialismo desarrolle un modelo de integración social caracterizado por una redistribución del ingreso, por la aceptación de la protesta social en el espacio público y por la identificación de sectores ‘amigos‘ y ‘enemigos‘.
Quizá el planteo efectuado por el viceministo de Economía, Ricardo Feletti, acerca de la necesidad de profundizar el modelo sea lo que haya despertado los mayores temores en el electorado no oficialista. Profundizar el modelo puede significar, al menos en el discurso, el aumento de cierto fanatismo ideológico con los peligros que esto conlleva. Los recientes llamados a la conciliación realizados por la presidenta no deberían constituir una simple proclama electoral, porque cuando los fanatismos aparecen es sencillo abrir las puertas del infierno. Lo difícil es cerrarlas.
El actual modelo nacional, más allá de sus éxitos, tiene deudas pendientes como lo son cierta vaguedad en política exterior, la no definición de una política para la defensa que plantee el efectivo control del espacio aéreo y marítimo, el trazado de un verdadero plan para combatir la inseguridad y el narcotráfico, no llevar adelante un proceso de integración de la inmigración reciente o no proyectar alianzas tecnológicas como las que Brasil tiene Francia, Holanda y Sudáfrica.
Como contrapartida el gobierno, consolidado su poder político y asegurada su continuidad, tiene una nueva oportunidad para integrar a otros actores, como lo son la inexpresiva oposición, sectores del campo, de la Iglesia, de las Fuerzas Armadas y determinados capitales nacionales o extranjeros que no se han sentido mayormente incluidos en el actual proyecto que, es justo decirlo, tampoco ha realizado concesiones para hacerlo.
Una de las cosas que hay que señalar es el éxito de la mirada optimista que de la Argentina ha sabido trasmitir el oficialismo y que impacta en un electorado que ha sido poco receptivo al discurso del miedo, ya sea al de la caída de los mercados, al de la inseguridad o la inflación. La idea de que en estas elecciones la suerte está echada, acompañada por el pragmatismo, más que el optimismo, del voto de los argentinos y de una oposición carente de ideas y de figuras carismáticas, hacen de esta elección la más predecible desde la vuelta de la democracia.
Resuelta la continuidad del modelo queda preguntarse en que mundo le tocará vivir. Esta etapa de nuestro país, donde el 25% de sus ingresos proviene de la soja, deberá coexistir con un mundo donde probablemente continuemos con una Europa en crisis, con Alemania intentando sostenerla, con EEUU oponiéndose a nuestros pedidos de crédito internacional, con una ‘primavera árabe‘ que parece no haber terminado pero que tiene un dudoso rumbo, con China que amaga con devorarse el mundo, con Chile -tan cercano a los sanjuaninos- que tras las crisis de su sistema educativo tendrá que reinventar su ‘modelo de desarrollo‘, con Rusia y la India que cada vez se irán aproximando más a la región y con un modelo venezolano demasiado atado a la figura de Hugo Chávez.
Un párrafo aparte merece la relación con Brasil, que parece ser la verdadera locomotora externa de la Argentina, una relación bilateral que ha generado tal cuadro de dependencia que haría estallar al propio Domingo Sarmiento que ya, en su obra Argirópolis (1850), percibía con enorme preocupación el crecimiento de nuestro vecino que por entonces parecía devorarse la economía del subcontinente.

