Mary se aferró a un puñado de rosarios y estampitas. Y rezó y suplicó como nunca antes lo había hecho en su vida. Se desveló día y noche rogando para que sucediera el milagro. Sólo le decían ‘está mejor’, hasta esa mañana que le dieron la terrible noticia. Era el 10 de febrero de 2003. Rubén Avellaneda fallecía en el Hospital Rawson después de cuatro días de agonía por una bala que le había perforado el abdomen. Ese fue el día en que Mary dejó en creer en Dios, que sintió que la vida se le derrumbaba con la partida de ese hombre que era todo para ella desde hace 23 años y que jamás volvería a ser la misma.

La historia empezó en realidad cuatro días antes. La mañana del 6 de febrero de ese año, Rubén Avellaneda, de 47 años, salía de su casa en la avenida Hipólito Yrigoyen en Santa Lucía para partir a trabajar a su puesto del Mercado de Abasto. No alcanzó a subir su camioneta, cuando tres delincuentes lo encañonaron y lo llevaron a los empujones hacia la vivienda. Mary Castro, que estaba adentro, escuchó los ruidos y luego oyó a su esposo decir: ‘tranquilo hermano, nos van a abrir’, mientras golpeaba la puerta del fondo. De inmediato, ella se dio cuenta que eran ladrones y tenían a su marido. Agarró el teléfono y llamó y llamó en vano al 0800 de emergencia de la Municipalidad de Santa Lucía. Después, se cansó de llamar a la Seccional 5ta, pero nada. ‘Ay, qué desesperación, y nadie atendía’, recuerda Mary. Al final abrió porque del otro lado Rubén estaba siendo golpeado.

FINAL INESPERADO

Los ladrones sacaron de debajo de la cama al hijo del matrimonio, que tenía 13 años, y le pusieron un arma en la cabeza. Mary fue llevada con él a un dormitorio, mientras Avellaneda quedó en otro lugar. El terror se apoderó de la casa por varios minutos. Los desconocidos tomaron el dinero y cuando emprendieron la fuga sucedió lo inesperado: el ladrón que salía al último se topó con Avellaneda en un pasillo y le terminó pegando un balazo. Después huyeron. Mary y su hijo en su desesperación cargaron a Rubén en su camioneta y lo llevaron al hospital, donde finalmente murió cuatro días más tarde.

En medio de tanto dolor, reunió fuerza y salió a la calle a exigir justicia. Así fue que desplazaron al jefe de la comisaría, por la tremenda negligencia de no atender ese llamado que hubiera podido salvar una vida. Además, dos días antes del robo, los Avellaneda había puesto una denuncia porque veían extraños merodeando la vivienda. Hubo marchas y reclamos, pero aún así nunca llegaron a saber quiénes fueron los asesinos (ver recuadro).

Al drama, le siguió la soledad. ‘Dejé de creer en la Justicia y en la Policía. Nunca tuve ayuda de nadie. Y lo peor de todo es que en esos momentos también te das cuenta de quiénes son tus amigos. Muchos se borraron y me dieron la espalda cuando más los necesitaba’, relata Mary. Poco a poco empezó a notar que los amigos, conocidos y algunos familiares se alejaban.

Su hijo y ella la pasaron mal. Existieron amenazas telefónicas y extraños mensajes para que no siguieran reclamando. Como esa vez que fue a dejarle flores a la tumba de su marido, y a las horas, esos mismos ramos aparecieron sobre el capot de su auto. Por un tiempo, sus vecinos hacían vigilancia en torno a la casa, después pusieron alarmas y aprendieron a convivir con el miedo que los atacaran.

UNA DURA LUCHA

Mary igual no podía intimidarse ni seguir lamentándose, debía trabajar. Entonces intentó hacerse cargo del puesto de su marido, pero no duró más de 2 años. No pudo con el difícil trabajo de la feria, pero además las deudas y los juicios de los empleados la dejaron en la ruina. Vendió todo y lo poco que le quedó fue su casa y su negocio, convertido en un pequeño almacén de barrio.

‘La peor lucha es la soledad. El criar sola un hijo adolescente. El ver pasar los días sin que nadie te venga a ver. Sufrí mucho, pero también aprendí que no hay que esperar nada de nadie porque hay algunos que te hacen la cruz y desaparecen’. Su familia y algunos amigos no la abandonaron, y encontró sentido a su vida a partir de su hijo, y entonces nuevamente creyó en Dios.

Nueve años pasaron de aquella tragedia. Su hijo Renzo tiene ya 23 años, trabaja y estudia. Mary a sus 51 todavía atiende su negocio, aunque más viejo y algo vacío. Y aunque muestre una sonrisa, su rostro no volvió mostrar esa alegría como cuando estaba con su marido. No encontró ni encontrará un hombre igual, dice. ‘Es que no hay otra persona como él. Mi marido era un pan de Dios. Creo que una sola vez lo vi enojado. Era divertido y salíamos a todos lados juntos. Desde que se fue, nunca más tuve vacaciones como las que teníamos. Me acuerdo de él siempre, esas mañanas de domingo tomando mate juntos o como cuando nos preparaba sus ricos asados’. Todos son recuerdos para Mary Castro, una mujer golpeada por el drama y por esa falta de justicia que hoy está en deuda. Porque por más que pasen los años, ella no se resigna. Ya casi no le importa saber quién jaló el gatillo, su obsesión es conocer alguna vez el nombre de la persona o el ‘entregador’ que mandó a esos ladrones a su casa.