Una seguidilla de puños estrellándose en la puerta del pasillo, con gritos desesperados, sacaron aquella vez a Aquilina Mercado (50) del lado de su agonizante mamá Estela, para asomarse a ver. Eran las 3 de la mañana de un frío 5 de junio de 2001 en el hospital Marcial Quiroga. Y lo que siguió a la curiosidad se trocaría esa noche en una sensación inédita para Aquilina: la impresión de que su alma quedaba vacía, aniquilada por la angustia y el dolor.
Porque Juan Carlos Vera, aquel que conoció de niña en la zona de Chucuma, Valle Fértil, el mismo con el que novió desde que tenía 15 años y al que eligió para toda la vida cuando tuvo 18, había sido asesinado de un tiro en el pecho cerca de las 21 del día previo en Calle Pellegrini, metros al Norte de 5, en Rivadavia.
Fue después de dejarla a ella en el hospital para ir cobrar el reparto de la carne.
Aquilina quiso morir, quiso marcharse con Carlos porque no soportaba la idea de no tenerlo, como padre (tuvieron tres hijos), como amigo, como hombre. La destruía la idea de no tener sus dedos entrelazándose con los suyos cada vez que iba a dormir. Se enojó con Dios, le reclamó insistente por la injusticia de llevarse a ‘ese hombre bueno’.
Aquella vez sufrió a más no poder porque en pleno duelo, la muerte pareció enseñarse con ella: porque se llevó a su madre 9 días después de su marido y a su padre un año después de ese crimen que hoy, 11 años después, está a punto de pasar a ser asunto archivado en la justicia y tiene a Aquilina con una sola persistente inquietud: saber quién y porqué mató a su Carlos, para explicárselo a sus hijos aún aquejados por esa molesta incertidumbre.
Dura transe
Fueron dos años de atravesar una situación indescriptible para esa mujer sufrida, que con 15 años se vino de Valle Fértil a trabajar cuidando chicos, a trabajar, dormir y pasar sus días en una fábrica, el otro trabajo que tuvo antes de unirse a Carlos. Fueron dos años de depresión, de ir al psicólogo, al cardiólogo, al psiquiatra.
De tener que sostener a sus hijos con lo poco que le pagaron los clientes que debían plata de la carne a su esposo, porque la mayoría nunca le pagó. Días de recibir ayuda de sus hermanos y su papá, cuando estaba vivo. De hacer prácticamente magia con 150 pesos de un plan estatal para que sus niños fueran a la escuela. De caerse, de ver caer a sus hijos (por entonces de 18, 14 y 7 años). De convivir con el llanto diario y el fantasma de Carlos, presente en cada rincón de la casa, en cada instante de esa vida que no era vida.
La lucha por vivir
Hasta que un día Aquilina se levantó. Fue cuando decidió romper la receta con los remedios que prometían ponerla bien y resolvió acercarse y reconciliarse con Dios.
Ahí comprendió que Dios no la había abandonado, que su mano estaba en todo: cuando estiraba los $150 pesos para que alcanzara para sobrevivir, cuando veía que a sus hijos no les faltaba el alimento y podían ir a la escuela. Cuando comprendió que no debía bajar los brazos y luchar, por ella, por sus hijos, por su búsqueda de justicia.
No hizo caso al consejo que le dio su marido de que si alguna vez le faltaba debía reiniciar su vida con otro. Siguió sola. Buscó trabajo (es portera contratada desde 2006 y aún espera quedar efectiva).
Buscó también respuestas, pidió justicia en numerosas marchas y se cansó de golpear puertas para que alguien le dijera quién y porqué mató a su Carlos, y su caso siempre quedó en el punto muerto de la impunidad.
‘Yo nunca perdí la esperanza, esto algún día se va a descubrir aunque la policía y la justicia nunca me dieron respuestas.
Al asesino de mi marido me gustaría verlo si no es esta vida seguramente Dios me lo va a mostrar.
Yo ya lo perdoné y no le diría nada solo quiero que me explique porqué lo hizo para que lo sepan mis hijos y sacarnos para siempre esa duda, porque mi marido era un hombre bueno’, dice ahora Aquilina, con la molesta incertidumbre clavada en su pecho.

