Hasta el 27 de septiembre pasado, la vida era otra para Luis “Pepe” Aguirre. Con 76 años, su cuerpo parecía no acusar recibo del paso de los años: se ocupaba de cada cosa en su casa, andaba en bicicleta, le preparaba cemento en los arreglos que hace Luis (uno de sus siete hijos) en la casa de barrio que le entregaron hace poco. O se enganchaba en cualquier changa a la que lo invitaba un vecino (su jubilación mínima no le alcanza), incluso cargar ripio en camiones en el río San Juan, algo que dominaba al dedillo porque allí había dejado parte de su vida con tal de arrimar el sustento a los suyos. Pero aquel 27, cerca de las 11, el destino le tenía reservada la más dura de las pasadas: cuando pedaleaba hacia la carnicería a comprar algo de carne para el almuerzo, una mujer en moto a la que varios testigos vieron zigzaguear -según los Aguirre- le tocó el manubrio de la bicicleta desde atrás y lo tumbó de cabeza contra el asfalto. Encima lo insultó: “Eh, viejo y la p… madre”, le dijo, y siguió como si nada.
Ese día Luis quedó desmayado y pareció reaccionar bien, pero ya en el hospital Rawson se encendió la alarma: no conocía a nadie, no sabía dónde estaba. Su hijo lo vio un rato esa mañana y a la noche se tuvo que pelear con los médicos, porque su papá seguía igual y necesitaba que lo operaran urgente de la cabeza. Después supo que una disputa con el PAMI (la obra social de su padre) por la cobertura de esa operación había sido la causa por la que se demoraron en intervenirlo, dijo.
Fue ahí que amenazó con publicar todo en los medios. Y entonces como por obra de magia, sobre la 1 del día siguiente lo metieron al quirófano y le abrieron la cabeza, literalmente. Una gran hemorragia había puesto en peligro su vida y estuvo tres semanas en terapia intensiva hasta que se recuperó.
Volvió hace días a su casa, pero ya nada es lo mismo. Está postrado, sin parte de su cráneo en el lado de la operación, el derecho, y precisa de su familia para cada movimiento, incluso para ser aseado, porque ya no puede caminar y usa pañales. Y necesita de ejercicios diarios de rehabilitación, porque casi no puede mover su brazo y su pierna izquierdos, incluso tiene caído el párpado del ojo de ese costado.
“Ya no soy ni la mitad del Pepe que era”, les dice a sus familiares casi entre risas, porque Luis sigue con esa energía distinta que parece ponerlo más allá de los problemas.
Pero a su hijo se le hace un nudo en el pecho y apenas puede retener las lágrimas. Porque trabajaba en una minera y lo despidieron. Y porque todo lo que le hace falta a su papá cuesta dinero: los pañales, los costosos remedios, el alquiler de la silla de ruedas porque en el PAMI le querían dar una rota -dijo- o el pago del remís para llevarlo a sus sesiones diarias de rehabilitación.
“Si yo tuviera trabajo no tendríamos que andar de pedir favores, no le faltaría nada a mi papá. Pero no consigo nada, ya no tenemos dinero y no sabemos cómo hacer para conseguirlo”, dice Luis, quebrado.
Y agrega: “Queremos saber quién es esa mujer para que no le pase a otra persona lo que sufre mi papá”.
“Y para que se haga cargo también, porque mi abuelo iba bien por la calle y todo esto no le habría pasado si esa mala mujer no lo hubiera atropellado”, asegura, molesta, Irene, una de las nietas que, a diario, se hace un hueco en sus cosas para poder atender a su abuelo.
No avisaron al juez
Cuando sucede un accidente como el de Luis Aguirre, el juez debe conocerlo de inmediato porque debe ordenar pruebas para saber qué ocurrió y si hay o no responsables. Pero en este caso el juez Matías Parrón se enteró por este diario, pues de la seccional 17ma no le habían informado nada, dijeron fuentes judiciales. Este diario llegó al juzgado porque la familia sospecha de una mujer, pero en la seccional dijeron tener testigos que no la vinculan. El juez debe resolver.