Ver los pibes, chicas y chicos, vestidos de celeste y blanco cuando venía presurosamente a ver el partido en el Diario por las vacías calles céntricas generó en mí un sentimiento único. Ese que viví en 1978, cuando tenía 15 años y todavía no estaba inmunizado por ese pudor periodístico que nos lleva a controlar las emociones.

Mientras esperaba que el semáforo de General Acha y Santa Fe me habilitara para girar buscando la redacción con su luz verde, como torrente acudieron a mi memoria los recuerdos de aquellas noches frías de aquel invierno en que el equipo de Menotti se encaminaba al título. Mentiría si dijera que se me corrió una lágrima, pero sinceramente cuento que se me hizo un nudo en la garganta. Volví a sentir la emoción que hoy sienten mis hijos adolescentes que se pintan la cara o se envuelven en la bandera. Ellos nunca fueron campeones mundiales. En realidad, quienes tienen menos de 30 años -por aquello de que uno tiene noción de sus actos desde los seis o siete años- no han vivido esa linda, única e irrepetible experiencia de dar la "Vuelta olímpica a la Plaza 25". Abrazarse con amigos y desconocidos. Compartir esa algarabía que despierta un título y quedarse sin garganta vivando el "Argentina, Argentina". Que lindo sería, lo digo por experiencia propia, que comparto con muchos de los que hoy peinamos canas. Nosotros volveríamos a ser pibes. Y los pibes podrán decir con orgullo: "Somos campeones del mundo".