Es cierto, la derrota en el mítico Maracaná dejó tristes a todos los argentinos. En realidad, desilusionados. Con sensaciones encontradas. Con la boca cerrada y la mueca de amargura en cada una de las caras. Es que todo cambió después de ese minuto 113 de la Final. Porque hasta ahí todo seguía siendo esperanza cuando le quedaba al partido poco para el segundo tiempo de alargue y los penales casi como ya se veían en el horizonte. Pero los alemanes, tan fríos y efectivos ellos como siempre, encontraron una chance y no la dejaron escapar. Por eso todo cambió. Porque las esperanzas prácticamente se desvanecieron y apenas los más ilusos imaginaron -y rogaron- un empate heroico que al final no se dio.

Golpe al corazón. Directo. Del frenesí contagioso en la previa del partido a ese cosquilleo en la garganta que indica sentimiento de dolor. Pero, por cosas del destino, algo incidió para que todo no fuese doloroso. Letal. Es que afloró el orgullo argentino. Orgullo hecho carne en la admiración de este grupo de jugadores que, amén de errores y goles perdidos, se ganaron la admiración no sólo de los nuestros sino del mundo entero. Entonces, a nadie le extrañó que los jugadores argentinos, en el propio Maracaná, no terminaran abucheados. Ni siquiera burlados. Apenas aplaudidos con tibieza, que ya de por sí indicaba cierta admiración por esa mezcla rara de los hinchas alemanes-brasileños que coparon en mayor número el Maracaná.

La explicación: porque estos muchachos dieron todo. Si hasta ellos mismos lo sabían. Porque no se tiraron al piso llorando como niños, como pasó en varias equipos que se fueron antes eliminados a su casa. Estos muchachos tomaron la derrota con hidalguía. Con adultez. Con el sentimiento de fortaleza propio de quien dio todo. Apenas Biglia, Rojo y Agüero dejaron caer algunas lágrimas. Más tarde, el "Jefecito" Mascherano también, cuando fue consolado por Lavezzi, quien vaya a saber qué le dijo a modo de apoyo.

Y acá, en la Argentina, todos lo entendieron igual. En la Plaza 25 de San Juan. En el Obelisco, donde una muchedumbre gritó y gritó varias horas después del indeseado final. Y, seguro, en todos los rincones de la Argentina fue igual.

Dicen que esos que saben perder tienen mayor grandeza que aquellos que triunfan. Y a este grupo de jugadores les tocó perder. Les tocó sufrir. Y en todo momento lo hicieron con la cabeza en alto.

Este final agridulce debe dejar, por sobre todo, enseñanzas. Para que los argentinos, que desde siempre nos hemos sentido los mejores del mundo en el fútbol, sepamos que la derrota también está en el libro. Y la asimilemos. Estos titanes que ayer nos representaron en Brasil pusieron la pelota en movimiento. El próximo Mundial será en el 2018. La Argentina, que en 24 años no estuvo entre los cuatro primeros, hoy es el gallardo subcampeón del mundo. Por eso el orgullo neutralizó la desilusión. ¡¡¡Vamos Argentina, carajo!!!