Cruzó ante mis ojos, humilde y sencillamente bella. En sus brazos de no más de 15 años dormitaba la mañana echada en cruz: un bebé morochito de pocos días, arropado como se podía, le colgaba como flor helada, prolongándole el cuerpecito frágil de pequeña novia. Lo llevaba hacia el mundo inaugural y para ella hostil. Se le nota la pobreza al pobre. Uno ve su color en la ropa y las miradas. Ese ‘marrón’ de la canción de Damián Sánchez y Jorge Sosa, con el que estos autores distinguen ese modo de la desdicha.
Vemos muchas de estas niñas en nuestras calles, edificando la vida en pulsos de mínima sangre, en estos gorrioncitos arrebatados al amor y la tristeza; intentando la vida en esperanzas exiguas, apostando a futuros borrosos, horizontes más lejanos que una utopía.
En estos momentos, cuando Jesús nace y muere constantemente para la vida, seguramente de algún modo reflexionan sobre el sentido de estar aquí, si ese premio no tiene un costado de humanidad salvada o para otros trascendencia. La vida no tiene sentido si está encarcelada en aposentos sin ilusión. Hasta la prisión arropa una esperanza: la libertad.
Cuando un país se construye sin un lazo de amor hacia los más humildes, los marginados, sea en base a miradas esquivas o al cinismo del ”ya vendrá”; se está autodestruyendo día a día, a sabiendas, aunque esto sirva para construir poder.
En su poema ”La Dislada”, Jorge Leónidas Escudero, recordando a su empleada doméstica cuando un día vuelve a la casa con un desnutrido niñito en brazos, relata: ”Lloró la Dislada. Y su hijo aparece todavía en mis ojos a donde mi corazón sube a salvarlo y como no puede, el niño muere, siempre muere”.
Este país tan rico, muchas veces parece morir en los brazos delgadísimos y morenos de indefensas madres de pocos años. Esa muerte recurrente, que no debiera dejar dormir en paz a los falsos conductores, trajina plazas de indiferencia y callejuelas de desamor. La hermosa obsesión de Sarmiento por educar a todos, se cae a pedazos en la indiferencia, y se erige en deuda pública nacional, porque la educación es el camino para que todos, y no unos pocos, comprendan la historia, no sean engañados y puedan reclamar con legitimidad y convicción lo que les pertenece; porque un país con niños que duermen pobrezas en brazos indefensos, y no pueden despegar de la deshonra, es un solo un charco donde chapotean deudas. Semana Santa es un bello pretexto para enderezar el destino hacia una construcción de dignidad.