Ni cruces en pie, ni tumbas, ni lápidas. Sólo pozos, pedazos de maderas, tarros oxidados que alguna vez funcionaron como floreros. Eso es lo que queda en los dos enormes patios que forman parte del cementerio de Chañarcillo, el pueblo, (también llamado Juan Godoy), que perteneció al distrito minero histórico más conocido de la principal región minera chilena, Atacama. Allí sólo quedan ruinas. La creencia sobre que los mineros eran enterrados con bolsas llenas de plata u otro mineral valioso, hizo que el huaquerismo arrasara con el lugar en el que vivió Sarmiento durante su primer exilio en Chile, y donde empezó a formar su ideario minero que puso en práctica décadas más tarde en Argentina, convirtiéndolo en el impulsor de la actividad minera.
Del pueblo en el que vivió el sanjuanino, solo quedan los cimientos de piedras que vistos desde arriba, muestran como pudo haber estado distribuida cada vivienda. En una de esas habitaciones demolidas por los años y los saqueadores, su hermana Procesa le enseñó a leer y a escribir a los mineros y a sus hijos. Lo que queda del lugar es una pila de piedras amontonadas y desgastadas. Más allá de las ruinas, se puede divisar el lugar donde estuvo desde el Registro Civil, hasta la comisaría y un teatro. También hay restos de las vías por donde pasó el tren.
Que una vez muertos los mineros eran enterrados con los tesoros que habían encontrado en vida, parece ser más que una leyenda en Copiapó. "Dicen que hay gente que encontró minerales valiosos, como plata, adentro de las tumbas. Ahora ya no queda sepulcro por saquear", contó Miguel Reyes, que nació en Copiapó y ahora se dedica a la actividad turística. En algunos sectores del cementerio todavía se puede ver algo parecido a un corralito de madera que se colocaba alrededor de las tumbas, dicen para que las ánimas no se escaparan por las noches. No hay flores, ni lápidas que indiquen quien está o estuvo enterrado en cada tumba. Todo fue saqueado. Los únicos sepulcros que todavía permanecen intactos son los de los niños. Algunos son huecos profundísimos, como si se tratase de una picada en medio de la montaña. En algunas tumbas ni siquiera queda el cajón o los restos del minero muerto. Este escenario se da en medio del desierto, donde sopla un aire fresco, marino, y por la tarde se ven las nubes perdiéndose entre las quebradas. Si se permanece algunas horas en ese lugar, puede dar la sensación de ver personas que deambulan entre los escombros de un pueblo que fue abandonado cuando la montaña dejó de ser rentable. Van con picos en una mano y un puñado de explosivos en la otra. Aunque lo parecen, no son las ánimas de las que hablan las leyendas de Copiapó. Esta gente es real, de carne y hueso y todavía se dedica a pirquinear (buscar minerales buenos con un pico), como lo hacían sus abuelos. Esos pirquineros, lejos de toda tecnología, todavía tienen buen ojo para seguir la veta del mineral y detectar el color del pecho de una paloma (así describen las vetas de oro los mineros de Copiapó), hasta las últimas consecuencias.
Hoy las ruinas de este pueblo muestran el impactante crecimiento económico del sector, provocado por la explotación de numerosas minas de plata, cobre y oro, durante el siglo XIX y parte del XX. Pero, a pesar de su importancia histórica, no hay circuitos turísticos, ni planes de protección del lugar como patrimonio. Por lo que un recorrido por el lugar, donde sobran las picadas y los socavones, puede ser una aventura interesante pero peligrosa y hasta mortal, si no se va con alguien que conozca la zona.