En este año resulta coincidente la celebración de las Pascuas judía y cristiana. La primera comenzó el 29 de marzo pasado y se extiende hasta el martes próximo, y la cristiana se celebra hoy. Pésaj es la fiesta predilecta del pueblo judío. Cada miembro de Israel se vuelca hacia el pasado y encuentra en él un sabor del porvenir. Es que Pésaj equivale para los judíos a la fiesta de la independencia nacional. Por eso se la denomina "Zeman Jerutenu", es decir, fecha de la liberación.
En una época en que primaba la barbarie, los judíos se emanciparon de la esclavitud egipcia por obra de Dios y acción de Moisés, empuñando la antorcha de la libertad. Para los cristianos, la Pascua es la solemnidad en que se actualiza la obra de Jesucristo, quien muriendo por el género humano, resucita para demostrar que el Dios de la Vida tiene poder para vencer el mal y la muerte, devolviendo la esperanza.
Se podrían sintetizar estas Pascuas con dos términos que a los argentinos, en este año del Bicentenario, se nos presentan como un desafío: ahondar el sentido auténtico de la libertad y crecer en esperanza. Una comunidad madura es aquella que ha logrado insertar el carácter único e irrepetible de cada persona en la comunidad de los semejantes. No basta con respetar las diferencias, sino que hace falta reconocer la semejanza: todos somos argentinos. Una sociedad no es sólo una suma de individuos que no se molestan entre sí. La definición negativa de la libertad, que pretende que ésta termine cuando toca el límite del otro, se queda a medio camino.
El máximo derecho de una persona no es solamente que nadie le impida realizar sus fines, sino efectivamente lograrlos. La esperanza es la virtud de lo arduo pero posible, que nos invita a no bajar nunca los brazos, pero no de un modo voluntarista sino encontrando la mejor forma de mantenerlos en actividad en el contexto de la cultura del trabajo y desechando la sistemática tentación de la corrupción.
El Bicentenario, y tomando como base los valores de Pascua, debería encontrarnos más unidos en la entrega personal a un proyecto de un país para todos. En la civilización del individualismo y del descarte, lo que se considera inservible, se tira.
En la ética de una Nación solidaria e integradora, todo ser humano es valioso e imprescindible, reconociendo que cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que siguen.