Con la reedición de sus obras, a cuarenta años de distancia, de Vita di un uomo. Tutte le poesie (Milano, 2009, euro 55), son varios los tópicos que editorial Mondadori ha dedicado a Giuseppe Ungaretti (en el 1974 salió Saggi e interventi y en el 1989, Album Ungaretti). Si el volumen del 1969 había sido trabajado por Leone Piccioni, alumno del poeta y crítico de gran clase, este nuevo volumen nace de la atención de otro estudioso de rara agudeza intelectual, Carlo Ossola y sus discípulos. La actual edición cuenta con un renovado aparato bibliográfico y crítico, breve sección de inéditos, cronología más detallada e índices históricos.
Testigo vigilante de un siglo, Giuseppe Ungaretti (1888-1970) no fue popular en su tiempo sino más bien en épocas recientes. Alcanzó la notoriedad merecida, después de su muerte, dada la desmesurada fuerza de sus versos. Una suerte de sospecha había oscurecido largo tiempo al poeta del "misterio": en realidad, deberíamos decir, al poeta cristiano. Así en su poema "La piedad", llega a decir en una de sus estrofas, cansado de una religión quasi vacía, sin fondo: "Dios, aquellos que te imploran/ ¿no te conocen más que de nombre?".
Nace así la poesía de Ungaretti: poniendo música a una letra que nace de los sentimientos profundos, de una fe cristiana inconmovible, de un encanto de vivir la vida tal como se presenta, desnuda, desde su alba hasta su tramonto otoñal. La existencia misma es la homenajeada, las ganas sublimes de vivir en el servicio.
No sólo hay letras sino una bíblica sustancia que no olvida el dato veterotestamentario pero que ante todo, busca la Luz del Divino Maestro, Jesús. El no es sólo un símbolo o un misterio: es una presencia viva que suscita el verso. Hay plegarias: "La poesía es ese relámpago que hace sentir en el hombre -en su padecer- la verdad de su ser inmortal". Canto hecho para la eternidad, como se ve.
La introducción de Carlo Ossola habla de un continuum de inspiración, una suerte de reacción en cadena de un universo de palabras que, en el magma de toda una existencia poética, nos hace vibrar en lo más hondo.
Carlo Ossola prefiere afrontar la obra ungarettiana en su totalidad, recordando las palabras del poeta mismo: "Soy un fruto/ de innumerables contrastes de tejidos", en comunión con la "vida de un hombre", de agustiniana memoria.
"Perdónenme -escribirá en los Saggi- si me interno frecuentemente en el plano del alma para encontrar el camino de la técnica, o viceversa. Pero, ¿son así diversos los planos? No son ellos, forma y sustancia, cuando se trata de verdadera poesía, fundidos lo uno en lo otro por la misma necesidad? Fundidos juntos, no lo transporta a conmoverse un mismo furor?".
Laberintos de presencias y de ausencias, la poesía siempre buscará el alma para vivir. Esa alma que busca en la mejor letra la forma de hacer salir a las cosas de su oscuridad para levarlas a la luminosidad de la razón. Es lo que hizo Ungaretti en su vida.
Quizá de su época, ninguno como Ungaretti fue maestro en libertad rítmica y melódica, desintegración de la estrofa y arcana tarea de formar las sílabas del verso.
Se apoyó para lo suyo en lo más exquisito de la poesía europea, entre compañeros de estrada, como Apollinaire, Breton, Salmon y Cendras. Convocando también algunos grandes del pensamiento (Platón y neoplatónicos, Bergson, Agustín y Pascal). Y sobre todo, ese atlas iconográfico del arte que es la Biblia, fundante de la espiritualidad de la poesía ungarettiana. De hecho, en el desierto de la soledad creativa, esa que nuestro tiempo olvida por los ruidos cotidianos, junto al Génesis, o a un sufriente Job, resuenan los Salmos. Antes que un Leopardi, se advierten los latidos de un Miserere, o de un De profundis. Leamos Ungaretti: bella serenidad del alma.