Parece que el espíritu de la inercia, o la acústica de las ideas, nos ha puesto una coraza. Realmente pienso que nos escondemos en la fría dejadez, incluso cuando causamos el dolor, y así poco a poco se va gestando una manera de vivir tan necia como irresponsable. Olvidamos que siempre somos el principal responsable de lo que sucede. Es cierto que las sociedades están siempre expuestas a estos sentimientos nefastos, a las pasiones de la codicia y el odio, pero hasta donde nos sea posible, debemos evitar estas situaciones absurdas, causantes de conflictos que se pueden evitar.
Por eso es importante activar la ilusión ante las muchas decepciones que a diario nos sirven en bandeja. Hay algo que da grandiosidad a cuanto existe y es la de construir una utopía que nos permita trabajar unidos. La necesidad humana de compartir cosas es evidente. Desgraciadamente, el mundo actual se muestra indiferente ante tantas colaboraciones interesadas, ante tantos peligros propiciados por un afán egoísta, que se deberían resolver con urgencia.
A veces, la misma confusión de ideas es tan acusada, que cuesta encontrar el camino de la rectitud. Nos hemos acomodado a tantos sentimientos erróneos que resulta difícil hallar el verdadero sentido de lo que nos rodea y de nosotros mismos. En cualquier caso, para todo necesitamos el discernimiento de cualquier propuesta cultural. Está visto que cuando se oprime el alma social, nos sentimos como abandonados y la desesperación nos impide ver otros horizontes, en ocasiones esencialmente humanos.
Tenemos, pues, que desterrar de nuestras vidas esta flojedad que nos acosa, ser más comprensivos y mostrar otro interés más solidario por promover el pluralismo y proteger los derechos de las minorías y los grupos vulnerables. Para ello, debemos usar toda nuestra creatividad por avivar un mundo más habitable. Ahora bien, mostrar un espíritu tolerante no significa permanecer pasivo frente a las injusticias. No es cuestión de guardar silencio frente a las atrocidades de superioridad que se producen.
Por otra parte, no debemos olvidar que hace falta entusiasmarse por el bien colectivo para poder liberarnos, todos unidos, de tanta insensatez sembrada. Tengamos en cuenta que nada se eleva sin las alas del entusiasmo. Al fin y al cabo, uno tiene que aspirar siempre a llevar consigo el motor del deseo. Ya no debemos seguir por más tiempo en una actitud de indiferencia. Debemos comenzar, con toda seriedad y responsabilidad del caso, a tomar la dirección debida, a llamar a los problemas por su nombre, y a tratarlos con total y absoluta franqueza.
Desde luego, no es bueno que la indiferencia se propague por todo el planeta. Precisamos otro coraje, lo que requiere el esfuerzo de toda la sociedad, para salir de esta cultura que activa lo indiferente, desde la impunidad y el descaro más ruin. Hemos llegado a una etapa de nuestra existencia en que debemos orientar nuestros actos en todo el mundo atendiendo a un mayor cuidado a las consecuencias que puedan tener nuestra pereza.
Sin duda, urgen centrar todos nuestros esfuerzos, los de la humanidad entera, en una acción nueva y conjunta, activada por la perseverancia, el ahínco, de que cada ciudadano por si mismo se merece la oportunidad de vivir dignamente.
