Cuando los cardenales de la Iglesia Católica ingresaron el martes pasado al cónclave secreto para elegir al nuevo Papa, estaban siguiendo un ritual que data del siglo XIII, cuando las elecciones del Sumo Pontífice podían durar años y algunos cardenales llegaban a morir durante el largo proceso de selección.

El término cónclave, que proviene del latín y significa ‘bajo llave‘, se refiere a la práctica de encerrar a los cardenales y alejarlos de los ojos del mundo para permitirles elegir a un nuevo Papa sin interferencia del exterior.

Si se consideran los cónclaves de los últimos 100 años como guía, es de esperar que la fumata blanca -que indica que la decisión ha sido tomada- emerja de la chimenea del Vaticano unos días después de iniciado el ritual. Aunque no siempre ha sido tan sencillo.

La elección de Gregorio X en 1271, en momentos en que la Iglesia estaba sumergida en profundas divisiones políticas, se produjo luego de casi 3 años de deliberaciones en la ciudad de Viterbo, unos 85 Km al norte de Roma.

Luego de 2 años sin definición, los pobladores locales iniciaron una ola de disturbios, removieron el techo del palacio en el que los cardenales estaban reunidos -supuestamente para permitir que el Espíritu Santo los alcance- y cortaron sus suministros de comida para empujarlos a tomar una decisión.

Calvario

Las condiciones fueron tan complicadas que dos cardenales murieron y un tercero tuvo que abandonar el cónclave por problemas de salud antes de que los restantes ‘príncipes de la Iglesia‘ finalmente escogieran a Gregorio.

El nuevo pontífice estaba decidido a que ese calvario no volviera a producirse jamás. Por eso, en 1274 dictaminó que en el futuro los cardenales deberían permanecer encerrados en una habitación individual, con un lavatorio adyacente, en el palacio papal, dentro de los 10 días posteriores a la muerte de un Papa.

Luego de tres días, si no era elegido un nuevo Sumo Pontífice, se les serviría sólo un plato para el almuerzo y para la cena, en lugar de dos. Después de cinco días, sólo recibirían pan, agua y un poco de vino hasta que llegaran a una decisión.

El valor de las nuevas reglas fue destacado cuando en 1294 llevó más de 2 años designar al nuevo Papa. El punto de estancamiento sólo fue superado cuando el cardenal italiano Latino Malabranca declaró que un supuesto santo ermitaño, Pietro Del Morrone, había profetizado castigo divino para los electores que fracasaran por mucho tiempo en el hallazgo de un nuevo Papa.

Los cardenales preocupados acordaron votar por el ermitaño santo y finalmente Morrone, a sus 80 años, superó su asombro decidiendo que era un designio de Dios. Ingresó en la ciudad central italiana de L’Aquila montado a un burro para ser nombrado Celestino V.

Pero el cargo papal no le cupo al ex ermitaño, quien renunció apenas unos meses después y se convirtió en el último Papa en dejar voluntariamente el puesto hasta que Benedicto XVI lo siguió en febrero pasado.

Gregorio XI renunció contra su voluntad en 1415, para terminar con una disputa con un rival que reclamaba la Santa Sede, y es el último pontífice en dejar su cargo por cualquier causa antes de Benedicto XVI.

El acto final de Celestino fue restaurar las reglas del cónclave de 1274, que incluían una prohibición estricta de comunicación para los cardenales electores, con la que el Vaticano busca mantener el secreto de las elecciones papales hasta la actualidad.