Hay una frase que dice que el buen vino nace en el viñedo, en alusión que mucho no se puede hacer en bodega si la uva es de mala calidad o ha sido poco cuidada en la cosecha. Muchos de sus atributos, en especial sus aromas primarios (a frutas, hierbas, flores o especies) se pierden generando poca gracia al vino final. Yo comparto este concepto pero le agregaría algo más: el vino nace en el viñedo y termina en la copa. Pero no en cualquier copa.
Durante mucho tiempo se ha hecho hincapié en qué vino ensambla con tal o cual comida, cómo guardarlo, a qué temperatura servirlo, cómo abrirlo, si se abren primeros los blancos y luego los tintos, etc. Pero muy poco se dice de las copas.
Confieso que no entendí esto hasta que en 1998, Ricardo Santos, representante de la cristalería Riedel, ubicada en Austria, realizó una degustación de vinos en San Juan ante un grupo de enólogos, agrónomos y degustadores. Sacó de unas cajas unas estupendas copas de cristal, traslúcidas, de diferentes formas y tamaños. Nos hizo probar el mismo vino en diferentes copas y todos, sin excepción, notamos que la sensación era totalmente distinta. Era como haber probado vinos distintos cuando en realidad era la misma botella. ¿Qué había pasado? No hubo magia ni truco. La finura y la curvatura de la copa resalta con intensidad los aromas y el vino en la boca se distribuye de una manera uniforme generando una sensación mucho más agradable, suave y con una percepción muy clara de aromas y sabores que la que se siente en la copa más gruesa. En esta última la sensación fuerte a alcohol impacta de golpe y los aromas pierden claridad y fuerza. Esto le paso a Claus Riedel, el cristalero que creyendo que le habían cambiado el vino en un restaurante, concluyó que en realidad estaba tomando en una copa distinta. Se dio cuenta de estos detalles en 1958 y comenzó a ‘soplar‘ copas de distintos formas y tamaños para ver cual es el tipo más ideal para un blanco, tinto o espumante. Incluso fue por más: produce innumerables copas y hoy vende la copa ideal para un Cabernet Sauvignon, un Syrah o un Chardonnay, por citar algunos ejemplos. Tiene una sola contra: son caras e importadas, pero les aseguro que vale la pena pasar por esta experiencia. No digo que siempre debe haber una copa tipo Riedel para beber un vino, pero me parece que poner un vaso grueso o una copa gruesa en la mesa no permite percibir la calidad del vino. Más de una vez los consumidores condenan una marca o una bodega cuando en realidad la culpa es de la copa. Hay copas de industria nacional, muy buenas y de menor precio que las importadas pero muy poco se usan en restaurantes, bares y afines. La copa ideal debe ser de cristal liso y transparente, con el borde fino y ligero (no redondeado), un tallo alto para poder sostenerla y un cuerpo largo con una boca más pequeña para poder apreciar bien los aromas. La mejor copa es la que tiene forma de huevo porque concentra los aromas y evita las salpicaduras cuando se hace girar el vino o cuando se inclina para ver el color. Pareciera que el uso de estas copas fuera paquetería y no lo es. Les aseguro que quien realiza una simple prueba en su casa con dos copas o vasos distintos y se sirve en ellos el mismo vino, notará en el acto la diferencia.
Mención aparte para la triste experiencia de tomar un vino de calidad en un vaso de plástico cuando las promotoras de marcas top nos ofrecen en la calle, en negocios o ferias de todo tipo. Hoy hay consumidores que no piden vinos caros en restaurantes por no tener copas apropiadas para el elevado precio que se cobra. Eligen vinos más baratos si los hay o simplemente no toman vino. Es lógico que para vinos de consumo masivo este tema de las copas no tenga tanta importancia y que el vaso es lo de menos si se consume vino ya sea puro, con agua, con soda, con gaseosa o como quiera. Eso no se discute. Pero para vinos donde nos importe la calidad no es un tema menor. Se debería promocionar el uso de copas como una manera de acercar al consumidor a los vinos, ya que todo el esfuerzo de la bodega debe ser concreto en una buena copa.