De entrada dijo que nos quería mucho, que tenía especial reconocimiento hacia la música que interpretábamos. Eramos muy jóvenes, y esas palabras seguramente nos alentaron para siempre, porque venían de una persona profundamente conocedora del tema, que hacía de la seriedad un instrumento de vida.
A Aída la consideré como otra madre, así menudita como la mía, cariñosa, deslumbrante de ideas profundas y sentencias simples. La tengo en el "costado izquierdo” (como belfamente dice el tango), sentadita frente a su viejo piano, por allí no más, en su cordial casa de Ignacio de la Roza y Santiago del Estero, junto a la sombra hermosa de su esposo, don Hermán Poblete Varas, haciéndole decir al teclado pájaros y campanarios.
Se fue Aída Márchese de Poblete, poquito después que mi madre, casi vecinas ellas, hoy comadres en el infinito ademán del viento celeste, emparentadas por ese generoso don de la simpleza y el rito de la eternidad. Buscan acequias tus bemoles sanjuaninos, Aída; recopilan por el Zonda torcazas y suspiros tus valses cuyanos; un San Juan de buenas costumbres y nostalgias seguramente ha de dormir sus siestas en el espaldar de tus sueños; nada fue igual para esta provincia desde que al viejo piano le desentrañaste, a modo de besos y pasiones dulces, las canciones que te distinguieron; desde que, como Directora de Cultura, le pusieras un sello a nuestras ilusiones, para que San Juan fuera ante el mundo.
Es una falsa alarma, un mentidero, un lamentable error, la versión que da a tu piano como desplomado por el silencio.
La irreconciliable sorpresa de la muerte siempre es un empujón circunstancial a las pausas; todo (nosotros mismos) se paraliza, como si la tarde se detuviera un instante a pensarse; pero luego del dolor las cosas se recobran, los suspiros se sacuden las heridas y los pianos se aferran como nunca y para siempre al alma de su ejecutor; las melodías jamás podrán doblegarse; hay manos cristalinas en el aire, golondrinas de miel, que siguen tocando valsecitos que satisfacen el ruego de no morir.