Sobre la mesa temblorosa desplegó su sonido cotidiano y amigable en trazos de cuadrillé; bocetos en reiterada cruz, del mantel de hule, avenidas atravesadas en verde y rojo, en las cuales mi madre servía todos los días la vida digna, han quedado sujetos a mis sueños. Por él, manos adoradas como las del antiguo vals, y al paso del tiempo manos ajadas, palomas de años, tejían la vida simple, y lo siguen haciendo en el museo de mi memoria.
Los dobleces -también en cruz- no lo dejaban asentarse entero en el mesón de viejo álamo; también de este modo contribuía con su propia religión hogareña fundada en principios como: ‘no desear con ambición lo que no se tiene”, ‘la pobreza es digna”, ‘los abuelos son sabios”, ‘el futuro depende del estudio”, ‘no hay nada más bello que construir la cuna de un hijo” o ‘esta ciudad en el suelo será levantada con nuestro amor y sudor”, que nos forjaron a fuego en un continente provinciano castigado y noble, donde tonadas, cuecas y valses acunan los sueños de sus hijos.
Todo eso hemos vivido. De todo eso somos. Y quizá por eso somos tristones, solidarios, nostálgicos y llorones. Pero en el fondo imbatibles.
Guardaba mi madre el mantel en un cajón de la alacena verde que custodiaba nuestro pecho juvenil y nuestras quimeras desde el fondo de la cocina. Desde allí, la mantilla plastificada, se encaramaba todos los días a la mesa con el garbo de un vestido de luces, y se ponía al hombro un vinito de la bodega Seipel que siempre permanecía junto a un sifón celeste de soda ‘La Herculina”, que semanalmente traída un carromato crujiente, a modo de bandita de barrio, y que el vecindario salía a homenajear en delantales bordados y sonrisas cordiales.
El mantel seguía paso a paso los abriles de mi madre. Los dobleces del brillo se convertían en callejones grises. El furor de sus colores en moderación. Hasta que un agujero lo mataba en noble vida, como a cualquiera, y podía convertirse en pequeños mantelitos, modo de no morir, vástagos de su pecho que servirían de fondo en los cajones o base de algún adorno en la mesita.
Uno sospecha que la madre no quiso abandonar jamás este tejido de historias que acunan los viejos manteles. Que se lo llevó de algún secreto modo al territorio del silencio, para reconstruir el bello tiempo del que estamos hechos, y colocarle entre bambalinas de fantasía la magia de la resurrección de los recuerdos hogareños.