Una noticia nos dejó atónitos a todos, el pasado lunes. Creyentes, agnósticos, ateos o indiferentes, quedaron sorprendidos ante el anuncio de la dimisión del Romano Pontífice. El núcleo de su renuncia se centra en estas palabras: "Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. El texto latino es más preciso: "Conscientia mea iterum atque iterum coram Deo explorata ad congnitionem certam perveni”. Subrayo el "iterum atque iterum”, pues significa que una y otra vez se ha preguntado en su conciencia, que es el sagrario más íntimo del hombre, y ante Dios, si debía renunciar. Sin duda que luego de largo tiempo de intensa oración ha llegado, como dice el texto, a la "certeza” moral de que le faltan fuerzas para cumplir de modo competente la misión a él encomendada. Lo ha reafirmado en su homilía del Miércoles de Ceniza: "He hecho esto con plena libertad, por el bien de la Iglesia, y luego de haber rezado por mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, consciente de la gravedad de este acto”.

Todos tenemos el derecho a opinar sobre el tema, pero llama la atención la liviandad y superficialidad con que algunos se creen autorizados a dar su parecer sobre un punto tan delicado, que requiere conocer al menos, los puntos básicos de una teología sobre la Iglesia, y la consideración jurídica de la cuestión, basados en lo que afirma el Código de Derecho Canónico. La Constitución dogmática "Lumen Gentium” del Vaticano II comienza el tratado de la Iglesia afirmando que ésta es un "misterio”, no como una realidad enigmática, sino sagrada. Este término en griego se relaciona con la raíz verbal que significa "cerrar los labios y contemplar”. Es que sin la virtud teologal de la fe, no podremos comprender lo que la Iglesia es por esencia y lo que está llamada a ser por misión. Esta Iglesia es santa por todo lo que Dios, al instituirla le dejó, y es pecadora por nuestras miserias y maldades que empañan su rostro. Al decir "nuestras” nos referimos a todos los bautizados, alejando la tentación siempre latente de señalar los errores de ajenos y ocultar los propios. Habría que recordar que, mientras se apunta el dedo índice para acusar, hay otros tres dedos que se dirigen al que acusa sin excusa.

No faltan quienes se cuestionan, ¿por qué renunció y no siguió hasta la muerte? Respondemos diciendo que, si la renuncia no fuera una posibilidad, ¿qué sentido tiene que aparezca en el Código promulgado el 25 de enero de 1983, en el canon 332 º 2, legislando que el Romano Pontífice puede renunciar a su oficio? Que hace 598 años, desde la renuncia de Gregorio XII en 1415, que no ha renunciado un Papa, no significa que no pueda renunciar. Resulta paradójico que quienes se muestran en contra de los dogmas, sean dogmáticos en un tema que no lo es. No faltan quienes dicen que si Juan Pablo II no se bajó de la cruz, por qué este Papa lo hace. Ante todo, cada persona es única e irrepetible, y cada una de ellas sabe cómo actuar de acuerdo a las circunstancias. Juan Pablo II había escrito dos cartas reservadas preparadas secretamente en 1989 y 1994, con la renuncia en caso de ser necesario. Fue el mismo Pontífice quien envió en 2004, cuando ya estaba avanzado su mal de Parkinson y sin voz, a su secretario privado, el ahora cardenal Stanislaw Dziwisz a consultar al cardenal Julián Herranz, quien era el Presidente del Pontificio Consejo para la interpretación de los Textos Legislativos, sobre si era conveniente que el Papa renunciara a los 75 años, como los Obispos, o a los 80. A esto Herranz respondió que, por motivos de edad no debía renunciar, ya que es distinta la "’misión canónica” que los Obispos reciben del Romano Pontífice para gobernar una diócesis, de la misión del Papa que deriva directamente de Cristo, de quien es Vicario en la tierra, desde el momento de la elección y aceptación, aunque lo elijan los Cardenales. El secretario papal le confió a Herranz que Juan Pablo II dudaba presentar la renuncia en caso de enfermedad, porque "temía crear un precedente peligroso para sus sucesores”, ya que alguno podría quedar expuesto a maniobras y presiones sutiles por parte de quien desease deponerlo. Por eso no renunció Juan Pablo II. El caso de Benedicto XVI es en parte distinto. Estando con sus fuerzas debilitadas y reconociendo que no puede cumplir adecuadamente al ministerio confiado, es que decide renunciar. ¿Por qué esperar a quedarse inmovilizado, o con otros problemas de salud que continúen agravándose, para recién renunciar, menoscabando su gobierno en la Iglesia? Lo que ha hecho el actual Pontífice es un acto de responsabilidad ejemplar, grandeza, y humildad heroica, ante una dirigencia mundial que busca aferrarse indefinidamente al poder. Él ha dicho: hasta aquí puedo llegar gobernando una Iglesia que no es mía sino de Cristo. ¿Quién dijo que Benedicto XVI se baja de la cruz? Es un hombre que está sufriendo, pues el vigor tanto del cuerpo como del espíritu ha disminuido en él, de tal forma que reconoce su incapacidad. Hasta ahora enfrentó los problemas de la Iglesia con mansedumbre y firmeza, concluyendo con el caso de los "vatileaks" y habiendo elaborado reglas más férreas en contra de los abusos sexuales en contra de menores perpetrados por religiosos. El Papa ha mostrado un gran ejemplo de realismo cristiano. Él no es Jesús, quien era verdadero Dios y verdadero hombre. Benedicto XVI es sólo un hombre que ha revelado su fragilidad y en medio de ella, su luminosa grandeza. No sé si luego de su muerte las multitudes gritarán "Subito santo”. Simplemente puedo comprobar que este Papa es santo y que con su gesto de adiós sereno, su figura cobra más relieve y su testimonio de luz deja una huella que difícilmente el tiempo podrá borrar.