Se ha dicho, y se continua diciendo -con sobrado motivo- sobre la elección, proclamación y asunción del cardenal Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice, que vamos a soslayar ese acontecimiento cumbre para, en traza muy sucinta y compendiosa, dirigir la atención hacia el lugar en que ha de vivir el Papa Francisco: el Vaticano. Nombre de una de las siete colinas de Roma -Quirinal, Viminal, Esquilino, Celio, Capitolio, Palatino, Vaticano-, tiene su remoto origen en un mero oratorio que hizo construir el Papa San Cleto (o Anacleto, 79/91) -segundo pontífice después de San Pedro, 33/67-, en el mismo lugar en que fue enterrado el primer pontífice de la cristiandad.

Desde ese simple origen -siglo I después de Cristo- hasta la actualidad, han pasado 1913 años, y dentro de ese lapso se sucedieron un sinnúmero de agregados, modificaciones, demoliciones, construcciones y reconstrucciones, que fueron paulatinamente dando forma a lo que llegaría a ser la ciudad del Vaticano. En 1929 se constituyó en Estado de la Ciudad del Vaticano, como resultado del Tratado de Letrán (basílica donde se firmó), suscripto en Roma por Pío XI y Benito Musolini.

Ese Estado, como tal, es miembro de la comunidad europea, tiene autonomía absoluta, y sus recursos económicos, además de los privativos a su administración ecuménica -como el óbolo de Pedro, que es la limosna de los fieles en los templos-, proceden también de los donativos que todo tipo de instituciones, gobiernos, particulares acaudalados, etc, hacen llegar con permanencia a Su Santidad. En cuota aparte, un turismo copioso y continuo aporta a las arcas del Vaticano una importante suma en millones de euros anuales. El Vaticano anilla una ciudad minúscula, de apenas 44 hectáreas (7,1 x 6,2 hectáreas cuadradas), siendo el Estado más pequeño del mundo, con todo lo imaginable -e inimaginable- que pueda tener y contener.

De por sí, la basílica de San Pedro fue iniciada en 1506, en tiempo de Julio II (1503/1513), y su construcción duró casi ciento ochenta años, llegándose a un costo de ciento sesenta millones de pesos oro en su cuerpo principal solamente. Presenta un rutilante esplendor arquitectónico, y la riqueza de su ornamentación -estatuas, pinturas, joyas y metales preciosos, mármoles finamente trabajados- no tiene rival en la Tierra. En su colosal recinto dejaron sus maravillosas improntas celebridades como Miguel Angel Buonarroti, Rafaello Santi o Sanzio (conocido sólo como Rafael), Leonardo da Vinci, Gian Lorenzo Bernini (doble columnata en plaza San Pedro), Sandro Boticelli, y otros, que se eternizaron en concepto de lo sublime.

Haciendo historia, en 1309 Clemente V (1305/1314) comenzó un ‘reordenamiento’ arquitectónico y artístico: de lo que en ese entonces era el Vaticano. Ello tuvo continuidad en los siguientes papados, hasta que Nicolás V (1447/ 1455) concibió la idea inmensa de hacer del Vaticano el mayor palacio del mundo, cuya magnificencia no tuviera igual ‘por los siglos de los siglos’. A la muerte de Nicolás V, sus sucesores siguieron plasmando su grandioso sueño, y en alrededor de 300 años se consiguió llegar a lo que hoy es el Palacio Vaticano íntegro.

Sobre la margen derecha del Tíber -río que cruza Roma-, el Estado del Vaticano anilla un minicomplejo habitacional salpicado de jardines, callejas, numerosas escalerillas salvando desniveles, gran cantidad de habitaciones, construcciones de distintos estilos y épocas, capillas, salas, salones, oficinas, museos, catacumbas -donde está la sepultura de San Pedro-, y varios ‘etcéteras’ completando esa prieta fisonomía particularísima.

Fuera de ese recinto, en la propia Roma, iglesias y palacios romanos como Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo extramuros, la Universidad Gregoriana, y la residencia veraniega de Castelgandolfo -con otros llegan a doce-, son propiedades que pertenecen al Vaticano por derechos extraterritoriales.

Los aposentos privados del Papa Francisco, tienen la consecuente augusta grandeza del núcleo edilicio al que pertenecen, por ello -pensando sutilmente-, tal vez, no concierten aquiescencia por parte del flamante pontífice, acostumbrado y complacido de habitar su modesta vivienda, en un barrio de la capital argentina.

En ese ámbito y ambiente de grandiosidad -un cierto ‘embolismo’ ordenado a la perfección-, ‘deslizará’ su vida nuestro argentino Papa Francisco, enmarcando -él- a la Iglesia con su profundo sentido de humildad y entrega, llaneza característica de los espíritus emancipados de la presunción y de la artificiosidad.

(*) Escritor.