Al comenzar el Triduo Pascual, la Iglesia hace hoy memoria de la institución del sacerdocio. Un misterio que, en palabras del cura de Ars, sólo se logrará entender en el cielo. Se trata de una llamada misteriosa. Es muy expresiva la formulación del evangelio de Marcos a través de la cual se dice que "Jesús llamó a los que él quiso” (Mc 3,13), no a los que deseaba la multitud. No existe el derecho al sacerdocio. Esta misión no se puede elegir como si de un oficio o una profesión se tratase. El sacerdocio no figura en la lista de los derechos humanos. Nadie puede reclamar recibirlo. Jesús llama a los que él quiere, para que estén con él y para darse a todos, sin acepción de personas. Nadie puede pronunciar como propias aquellas palabras que sólo pertenecen a él: "Este es mi cuerpo”. "Esta es mi sangre”. "Yo perdono tus pecados”. Esto es lo grande del sacerdocio. No hay comunidad que pueda otorgar tales poderes. Sólo Jesús puede hacerlo, y eso es lo grande de nuestro ministerio. En nuestra historia interviene el eterno para hacer con nosotros y a pesar nuestro, una historia que supera todas nuestras capacidades. El día de nuestra consagración nos ungió y llamó a ungir. El Ungido a quien seguimos no se impone con arranques prepotentes ni maltrato a los fieles. El, que es la Palabra, unge penetrando mansamente en el interior del que tiene buena voluntad y blindando el corazón para que ninguna palabra pueda ser mal usada por el enemigo. Hoy día, quizá más que nunca, necesitamos esta gracia de la unción de la Palabra. Necesitamos escuchar palabras ungidas que nos permitan interiorizar la verdad de manera tal que no tengamos temor a perder libertad por obedecer palabras del Señor o de la Iglesia: la palabra ungida nos enseña desde adentro. Necesitamos también escuchar palabras ungidas que nos tornen alérgicos a toda mala palabra, esas que dejan mal gusto en la boca y agrian el corazón. Nuestro pueblo fiel necesita que le prediquemos palabras ungidas, que le lleguen al corazón y se lo hagan arder como las palabras del Señor hicieron arder el corazón de los discípulos de Emaús; palabras ungidas que le defiendan el corazón para que no lo penetre tanta mala palabra, tanto chisme y chabacanería, tanta mentira y tanta palabra interesada. Estos modos de hablar, que hoy se escuchan por todos lados y todo el tiempo son los que atacan y muchas veces hacen perder la unción.
Pero además de ungirnos para ungir, nos consagró para servir en los pequeños detalles. Por más que prediquemos la caridad, si no la mostramos con hechos concretos, somos unos "mentirosos” (1 Jn 4,20), como dice el apóstol Juan. Jesús cuidaba los detalles. El "pequeño detalle” de que faltaba una oveja en el rebaño. El "pequeño detalle” de que se estaba acabando el vino. El "pequeño detalle” de la viuda que ofreció sus dos monedas. El "pequeño detalle” de ir a fijarse cuántos panes tenían. El "pequeño detalle” de tener un fuego preparado y un pez en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada. El "pequeño detalle” de preguntarle a Pedro, entre tantas cosas importantes que se venían, si de verdad lo quería como amigo. El "pequeño detalle” de no haberse querido curar las llagas. Son los modos sacerdotales que tiene Jesús de cuidar la caridad que congrega en la unidad.
Mientras era arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio nos decía que la Iglesia burocratizada se enferma y enferma, en vez de ser sacramento de salvación. Es que es hora de aprender, de una vez por todas, que hay que salir a la calle a buscar las 99 ovejas que se perdieron en vez de dedicarnos a cuidar la que nos quedó. Hoy, decía él, no hacen faltan clérigos ni funcionarios clericales, sino pastores con olor a ovejas, que estén con las ovejas, sin apalearlas sino cuidándolas con el amor expresado en la ternura. Es que el verdadero pastor acompaña y sigue el mismo camino de las ovejas. El verdadero pastor no pastorea desde lejos sino desde cerca. En hebreo "perfume” se expresa con el término "shemen”, relacionado con "’shem”, que significa "Nombre”. En el Cantar de los Cantares, al Mesías prometido se lo llama "perfume que se esparce”. El nombre de Jesús es el de "Buen Pastor” y su perfume es el de sus ovejas. De ahí que el verdadero pastor tiene que oler a oveja, a pueblo, no a oficina. Jesús olía a cuna de pastores. Olía a establo de ovejas. Jesús olía a pueblo sencillo. Olía a enfermos. Olía a ciegos, a leprosos, a discapacitados y paralíticos. Olía a gente que tenía hambre. El mejor perfume de un pastor es el olor a gente, a pueblo. Sólo así seremos creíbles y haremos que muchos crean, acercándose a una Iglesia de puertas abiertas, manos extendidas, luces encendidas y donde el lenguaje que se hable sea el de la inclusión.