Vino hacia donde yo me encontraba, como con vergüenza, con alguna culpa, quizá porque estaba imponiendo una presencia que no correspondía con la lógica. Con un simple gesto, le demostré que lo entendía perfectamente, que me ubicaba en el momento en toda su dimensión. Entonces lo abracé fuertemente contra mi pecho, lo atraje como para no dejarlo ir jamás, y lloré a mares, lastimaduras profundas, desconsuelo.
Los días seguían sucediendo, el tiempo no puede detenerse. Él se fue a sus cosas, me parece que llorando también. Se llora el encuentro y la despedida. Se lloran las pérdidas y las colinas brillantes, se llora, simplemente porque Dios nos ha dado ojos que miran desde el corazón.
Al día siguiente no pude despegar del pecho la congoja dejada por el duro episodio vivido (duro, según como se mire, porque tenía también la marca de la ternura, el cariño a full). Camino al centro, miré con nostalgia los plátanos avejentados del parque; recordé al antiguo níspero pegado al Lawn Tenis, que estaba prácticamente muerto; la Avenida Libertador no era aquella por donde desfilábamos sueños adolescentes y las primeras amarguras. La radio casualmente tocaba una melodía que se me antojó tenía mucho de aquella primera zamba que delineé en mi casi niñez. Me vi con aquella digna soledad por la cual al anochecer me sentaba bajo un agónico farol del parque a estudiar las lecciones del día siguiente, y lagrimeé mientras ponía primera y arrancaba en un semáforo que nada tenía que ver con aquel fragante pasado sin esquinas locas, sin celulares de desencuentros ni computadoras, pero con mucha vida a la luz del sol.
No sé bien si volveré a buscarlo en el mismo lugar donde lo encontré. Los sitios suelen ser a veces esquivos para reproducir instantes vividos. Sólo se reproduce lo que queda en el alma. Desde allí es posible reencontrarse con uno mismo y con los seres queridos.
Sí estoy seguro que él anda merodeando cariño por ahí, por ese espacio cristalino de las remembranzas; pidiendo esquinas de escasa lluvia y tremendos Zondas; no abandona su obstinación de encontrarse con nosotros. Los días siguen sucediendo, las cosas no se detienen.
Aquella noche, él vino hacia donde yo me encontraba, como con vergüenza, con alguna culpa, quizá porque estaba imponiendo una presencia que no correspondía con la lógica. Con un simple gesto, le demostré que lo entendía perfectamente, que me ubicaba en el momento en toda su dimensión. Entonces lo abracé fuertemente contra mi pecho, lo atraje como para no dejarlo ir jamás, y lloré a mares, lastimaduras profundas, desconsuelo. Mi hermano estaba efectivamente ahí. La comarca azul del sueño volvía a traerlo a mis cosas. Esta vez estuvo más cerca que nunca. Por eso lo abracé fuerte y creo que no lo dejé ir.