El 15 de enero de 1944 cayó la ciudad con su caserío chato y terroso, sus hermosos templos, sus edificios públicos, todo quedó en ruinas. El dolor de los sanjuaninos fue el dolor de los hermanos del mundo, que se hizo eco de la tragedia. San Juan fue un pueblo con el valor cristiano de los mártires.
Gritos, oraciones, lágrimas que evidenciaban no un sentimiento de vencidos, sino el valor estoico, la voluntad indomable de un pueblo que estaba dispuesto a rescatar a heridos, muertos y luego hacer resurgir de las cenizas a la ciudad derruida.
La pérdida total de las viviendas, la construcción de refugios provisorios, la dispersión de las familias, los temblores que se repetían, junto a las inclemencias del tiempo, todo producía más espanto.
En esa indigencia extrema, participaban todos los que podían para ayudar, sin atenuantes, ni privilegios, donde había un sufriente había un hermano. Había una veintena de sacerdotes para atender una zona de miles de habitantes. Ninguno desertó, hasta dejaron familiares muertos o heridos, para ir en ayuda del prójimo.
Entre ellos uno de venerable recordación: el padre dominico Fr. Gonzalo Costa, el mismo que siendo novicio posó para que el artista esculpiera la estatua de Fr. Justo que hay en la plaza 25 de Mayo.
Los que vivieron en esa época ¿quién no lo recuerda con su hábito blanco, recorriendo la ciudad? llevando la palabra, el consuelo, ayudando a los heridos. El había estado en el convento con otros frailes cuando se produjo el terremoto. El magnífico templo de santo Domingo sufrió el impacto. Templo que bendijera otro venerable dominico el Vto. Obispo de San Juan de Cuyo Fr. Marcolino del Carmelo Benavente.
Hay testimonios escritos del accionar del padre Costa y del padre Zurita- que son desgarradores y es que San Juan en aquella aciaga noche, fue la ciudad mártir y la Patria entera sintió el zarpazo, que el destino nos tenía reservado. Esa noche y los días siguientes fueron de locura, los gemidos de los aprisionados por los escombros, el grito de angustia de los que vieron perecer a sus seres queridos, la pérdida de sus casas, el correr sin rumbo, en medio del terror, el pedir auxilio con gritos desesperados, el llorar, el llorar, pero con las lágrimas nacidas del alma pidiendo la protección de Dios y de María.
Con motivo del traslado de los restos de Fr. Gonzalo Costa, tuvimos la suerte de ubicar la escritura n. 85 del Notario Público Rogelio C. Oro, cuando se le entregó la urna con las cenizas de algunos de los muertos del terremoto.
La solidaridad puesta de manifiesto en aquella desgracia en que tantos murieron y todos perdimos, fue algo digno de destacar, y es necesario que lo hagamos, porque los humanos muy pronto nos olvidamos.
El entonces presidente de la Nación Gral. Pedro Pablo Ramírez dijo: "Una provincia argentina no es un trozo de tierra, es un fragmento de la Historia Patria. Es un trozo del solar nativo que no se compra ni se vende, porque es la tierra de nuestros mayores.”
En la oscuridad de esa noche, llevase a cabo sin embargo la más extraordinaria y abnegada labor de ayuda y asistencia que se haya registrado hasta entonces. Había que vencer el miedo y el cansancio. Es un deber de gratitud nombrar a los médicos y todo el personal del área de salud, los hubo que sin acordarse de los suyos, y recordando su juramento Hipocrático, acudieron de inmediato a los hospitales, para curar a los heridos como podían, casi sin instrumental, ni medicamentos, con un poco de alcohol y algodón. Se de algunos que tuvieron solo la sombra de un árbol como quirófano, operando ininterrumpidamente hasta el cansancio total. Apoyados por enfermeros y empleados todos de los hospitales.
También hay que recordar a los farmacéuticos, sin dormir, ni comer, se dieron por entero a los demás, entregando gratuitamente a los hospitales, los elementos que tenían en sus farmacias. Hubo algunos que entregaron el total de sus remedios, elementos de curación e instrumental, todo lo donaban.
Abogados, profesionales todos, comerciantes, empleados, periodistas, peones, obreros, el pueblo en general, todos los que escaparon a la tragedia, sacaban un farol de cualquier parte, obtenían un pico o una pala, otros con las manos limpias se organizaban en cuadrillas, en un esfuerzo desesperado por ayudar al prójimo sepultado por los escombros o heridos y ancianos imposibilitados de moverse por sí mismos. Así se sumaron a la búsqueda de los muertos y heridos en la atención de los pedidos de auxilio. Hasta seis presos de la cárcel solicitaron colaborar, se les dio permiso y se les puso como condición que debían presentarse en determinado momento, no desertó ninguno.
No podemos dejar de destacar la acción de los periodistas, telefonistas, empleados de radio, del ferrocarril, quienes posibilitaron que la tragedia se conociera de inmediato y llegara lo más pronto posible la ayuda, primero de Mendoza, del resto de la Argentina, de los países hermanos, entre ellos el Vaticano.
El Ejército Argentino, a través de su Regimiento en San Juan, actuó eficientemente en la tragedia, instalando redes telegráficas, baños sanitarios y sobre todo guardando el orden, pues desgraciadamente cuando ocurren estas tragedias de tanta magnitud, surgen actos de vandalismo en cuanto a los saqueos.
No podemos dejar de destacar la ayuda del Gobierno nacional, que en el transcurso del tiempo fue enviando no sólo dinero y medicamentos, se construyeron barrios de emergencia, se dieron préstamos a bajo interés para construir viviendas, toda la ayuda materializada a través del Consejo de Reconstrucción, cuya acción permitió que cuando San Juan tuviera otros terremotos, casi no hubieran víctimas.
San Juan entendió que con Fr. Gonzalo había una deuda de gratitud, por eso el día 15 de enero de 1998, en el histórico Convento de Santo Domingo y su iglesia, testigo de tantos hechos trascendentes desde la hora matricial de san Juan, se recibieron sus restos mortales. Estábamos en deuda los sanjuaninos con este hombre que fue bálsamo en heridas profundas que no se pueden olvidar, que fusionó su alma con el alma de sus feligreses, ayudando a todos, reconfortando, absolviendo, colaborando con algunos que enterraban a sus muertos, ayudando a otros a desenterrar a los vivos.