Hace una década, el mundo sintió una fugaz fascinación por José Mujica. Era el informal presidente de Uruguay que había rehuido del palacio presidencial de su país para vivir en una pequeña casa de techo de zinc con su esposa y su perro de tres patas.

En discursos ante líderes mundiales, entrevistas con periodistas extranjeros y documentales en Netflix, Pepe Mujica, como se le conoce universalmente, compartió innumerables anécdotas de una vida digna de película. Ha asaltado bancos como guerrillero urbano de izquierda; sobrevivió 13 años como preso político, incluso haciéndose amigo de una rana mientras permanecía en un agujero en el suelo; y ayudó a liderar la transformación de su pequeña nación sudamericana en una de las democracias más sanas y socialmente liberales del mundo.

Pero el legado de Mujica será algo más que su pintoresca historia y su compromiso con la austeridad. Se convirtió en una de las figuras más influyentes e importantes de América Latina en gran parte por su filosofía franca sobre el camino hacia una sociedad mejor y una vida más feliz.