El 2 de septiembre de 1944, cuando acababa de cumplir 15 años, fue bajada de un tren junto a su familia y otras mil personas en el campo de concentración más siniestro de los nazis. No pudo sobrevivir, pero dejó escrito el diario que se convertiría en uno de los documentos más conmovedores sobre el Holocausto
El campo de concentración de Auschwitz mantenía su monótona rutina de muerte cuando el sábado 2 de septiembre de 1944 más de mil personas fueron descargadas del tren donde habían viajado como ganado y se toparon con el mentiroso cartel forjado en hierro que ostentaba la frase que pasaría a la historia como una de las mayores crueldades simbólicas del nazismo: “Arbeit macht frei” (“El trabajo libera”). La minuciosa contabilidad del centro de exterminio dejó constancia ese día que alrededor de la mitad de los recién llegados -exactamente 549- eran niños que, por tener menos de 15 años, “no servían” para los trabajos forzados y fueron enviados a las cámaras de gas.
Ana Frank eludió ese destino porque había cumplido 15 años hacía apenas tres meses. Como al resto de los prisioneros, la desnudaron, la desinfectaron y le tatuaron el número de identificación. “Te vas a tatuar ahora. Te vamos a poner un número en el brazo, y si te necesitamos, te vamos a llamar por el número. Olvidate de que tenés un nombre y sos un ser humano”, escucho decirle -como era la fórmula- al sargento de las SS que se ocupaba de la tarea.

Le habían sacado lo poco que había podido llevarse y, después de tatuarla, le dejaron tener solo un abrigo y dos zapatos, las únicas pertenencias a las que tenían derecho los prisioneros. En medio de tanto espanto, quizás Ana Frank se haya alegrado de haber dejado su diario en el refugio donde su familia se había escondido en Ámsterdam, en una de cuyas páginas dejó escrito: “Escribir un diario es una experiencia muy extraña para alguien como yo. No sólo porque yo nunca he escrito nada antes, también porque me parece que más adelante ni yo ni nadie estará interesado en las reflexiones de una niña”.