De la zona del desastre se trajo una moneda que conserva hasta hoy. Pero pensar que con una moneda alcanza para recordar una de las peores catástrofes de la Historia es algo difícil de digerir. Con la mirada apuntando al piso y con la voz entrecortada, el sanjuanino Miguel Angel Presumido revive cada llanto de Nueva York, rodeado de todo tipo de recuerdos: Un pañuelo que le entregaron a él y a otros voluntarios de la tragedia, como también una medalla de la Cruz Roja. Un diploma que le dieron las autoridades por su ayuda, además de algunos diarios y revistas que agarra mientras se lo permiten sus manos que no paran de moverse al acompañar su relato.
Cuando ocurrieron los atentados del 11 de septiembre del 2001, Miguel vivía en Manhattan, la isla neoyorquina. “Alcancé a sacar una foto del primer impacto en las torres con una cámara descartable” que minutos antes le había vendido un musulmán a un precio bastante elevado, según recuerda.
Sin olvidar que días antes del atentado había soñado que un avión caía en Nueva York, el sanjuanino de 47 años comenta que tras el primer impacto de la aeronave “me quedé mirando hasta que empezó a caer la primera torre. La gente empezó a gritar y a correr. Encerrado entre la multitud, empecé a caminar normalmente porque no tenía miedo”.
Un amigo suyo trabajaba “en el subsuelo de una de las torres vendiendo sánguches”. Cuando sintió el estruendo salió y vio llover papeles. Él empezó a correr con la gente, sin entender lo que pasaba”.
En su primer contacto con un medio de comunicación tras los atentados del 11-S, Miguel cuenta a DIARIO DE CUYO que ese día “empezó a ayudar a los bomberos, que lloraban al ver pedazos de cabeza, de manos y dedos con anillos. Los bomberos decían que no querían seguir ayudando. Estaban traumados. Salían llorando del desastre, llenos de polvillo, ahogados”.
Miguel, que en ese entonces trabajaba en un frigorífico, aún recuerda la desesperante odisea de conseguir un teléfono para tranquilizar a su mamá. “En lo que primero que pensé cuando cayo la primera torre era en mi mamá, que estaba enferma. Empecé a buscar un teléfono. Pero no había líneas en todo Nueva York. Todos los teléfonos públicos estaban descolgados. La gente los agarraba y los dejaba así por la prisa de buscar otro”.
Aunque los efectivos de seguridad impedían el acceso a subtes, Miguel pudo ingresar a uno de ellos. “Encontré la puerta de un subte abierta. Allí había teléfonos. Yo pensé que como mucho me iban a sacar rajando. Traté de que la policía no me vea y el primer tubo que agarré tenía tono. Marqué y lo primero que dijo mi mama fue Miguelito”, recuerda Presumido aclarando que ese breve contacto fue suficiente para transmitirle tranquilidad a su madre que por esos días estaba viviendo en Río Negro.
“En las noches salía del trabajo derecho a casa”, recuerda Miguel que vivió solo en Nueva York, desde que llegó en 2001 hasta que pegó la vuelta en 2007. Fueron varias noches sin dormir. “Quedé shokeado”, cuenta Miguel que colaboró como voluntario por fuera del anillo de seguridad al que sólo tenían acceso los bomberos.
“Lo único que me traje fue una moneda que encontré y guardé de recuerdo”, explica el sanjuanino que no tiene hijos, aunque actualmente vive en pareja en la provincia.
“Subirse a un tren y a un subte era enfrentar un gran silencio y mucho miedo en Nueva York. Recuerdo que un hombre se quedó dormido. Tenía un paraguas que se le cayó e hizo ruido. No sabés cómo saltó la gente. Era el colmo, todo el día miedo. Me acuerdo que con eso dije basta”, comentó al explicar los motivos de su retorno a San Juan.
“Fueron días duros. La gente no quería ir a trabajar. No podías andar con nada sospechoso. Dabas dos vueltas a la manzana seguidas y no sé de dónde salía la policía, te paraba y te registraba”, cuenta Miguel tras recordar cómo la gente miraba con miedo a su amigo neuquino que tenía rasgos árabes. “Todo era desconfianza”, remata.

